Reproduzco la crónica que se incluía en la revista Recuerdos del curso 1917-1918 con las conferencias e intervenciones en las reuniones de las congregaciones.
También os muestro a continuación, una fotografía con los congregantes de primera y segunda enseñanza.
CONGREGACIONES
No se contentan con vivir. Como las activas abejas, cuando la colmena es demasiado estrecha para seguir su labor desahogadamente, escogen una nueva reina, y formando una apretada piña, trasladan el domicilio a otra parte y forman nuevo estado. Las congregaciones en segunda enseñanza ya son tres y si Dios y la Santísima Virgen no lo remedian, no sabemos dónde va a terminar esta prodigiosa multiplicación.
Las abejas no por separarse en cuanto al domicilio, pierden nada de su diligencia ni de su arte admirable y no aprendido y lo mismo ocurre con la Congregación. El que ve una sección las ve todas, salvo detalles que no afectan a lo esencial. Todas rezan, practican la caridad, y se estimulan al bien, todos los congregantes comprenden que su dignidad les obliga a cumplir mejor, y en caso de olvidarlo, ipara qué está el señor Director! Más de una vez quisiera el interesado que no se acordaran tanto de ello. Que lo digan ciertos segundos grados y no hago la menor alusión a los terceros, porque es planta desconocida por los campos de la Congregación.
Los de 5.º y 6.º no van a ser menos que sus predecesores ¡tendría que ver! Unos con osadía envidiable, otros con una prudencia que parece de la propia familia del miedo, varios oradores sagrados han dirigido la palabra a sus compañeros. Por si nos sale al paso algún puritano con cara avinagrada, le anticipamos que no hay que apurarse respecto a la ortodoxia de estos discurseros improvisados; existe la previa censura. Además, teorizan lo menos posible; cosas prácticas -harto será que se entiendan bien y sobre todo que se hagan- sin mala y empalagosa retórica, clarito, sencillito y bien dicho. Lo cual si no les ha de dar fama de genios de la oratoria por ahora, tampoco les da de gerundianos. Eso a favor del buen gusto.
Rompe la marcha nuestro caro presidente, Sr. Bru. Gracias que tiene dominio de las ideas y del lenguaje, y aunque fué su primer ensayo, no le preocupó mayormente. ¡Un señor que ha escrito nada menos que poesías en algún diario de la ciudad del Turia! Cualquier día le meten miedo cuatro bachilleres. Había expectación por oirle y la expectación iba en aumento porque el momento se iba difiriendo, y dos veces hubo que retrasar la conferencia. Como todo llega en este mundo, llegó el día que habló por fin nuestro presidente. ¡Qué aplausos, qué ovación! No fué obra de la claque no. Había en su discurso cosas que aplaudir y que no desdecían de su fama de estudiante superior. Orden y lógica impecable, proporción, serenidad en los conceptos, ráfagas de poesía, calor en ciertos pasajes y dentro de la mayor naturalidad -iquién la tuviera!- una dicción castiza y escogida. Para que no se ponga demasiado hueco, sobre todo tratándose de una labor en que sólo se aspira a la edificación, nos permitimos una ligera crítica: la elocución podía ser algo más clara, y luego para él y para todos un poco más de calma para que no obliguen a los oyentes a seguirlos con medio palmo de lengua fuera.
Oigan ustedes nada más que las primeras palabras y díganme, por su vida, si he extremado el elogio. Si hubiera espacio la daríamos entera:
Queridos congregantes: he de hacer una afirmación, aunque dolorosa, cierta: el mundo actual carece de ideales. En nuestros tiempos se oye con triste frecuencia decir: El ideal, quimera de la mente de algunos románticos, de la que nadie se acuerda, pues ha fracasado ya. Hoy el ideal es el dinero que encadena los espiritus a la tierra con cadena no menos pesada por ser de oro, hoy el materialismo, la sed de los negocios han sustituido a aquel idealismo puro de nuestros aúreos tiempos, aquel que inspiraba en el cerebro de Murillo las sobrehumanas Concepciones, el espíritu ideal de Isabel la católica y Colón, atentos tan sólo al descubrimiento de América, para aumentar el número de los seguidores de la religión cristiana.
Después de dejar tan bien puesto el pabellón, cualquiera se arriesgaba a dar la siguiente: desde luego que nadie se ofrecía, pero el director de la Congregación, que tiene cierta pupila para conocer a su gente, se dirigió a otro buen estudiante, con ribetes de literato nada adocenado.
Hubo un conato de resistencia, debido a la modestia excesiva, pero muy pronto se decidió el Sr. Colmenares a pagar su cuota oratoria. Estuvo a pedir de boca. Es un señor con toda la barba discurriendo como un padre de la Iglesia y hablando con mucha claridad y distinción. Que sea original, si se hila muy delgado, no lo afirmaría yo; pero puede consolarse, que la originalidad es rara avis y se dicen más extravagancias y necedades por esos mundos que cosas nuevas y no sólo entre estudiantes del bachillerato. Habló de la amistad, de la buena, de la legítima y cristiana, no de las caricaturas. Dió consejos muy oportunos, apoyados con ejemplos muy interesantes. Estuvo muy sereno y sin dejar se impresionar y no había de qué porque se le escuchaba con verdadero interés.
Nuestro secretario, que es un muchacho muy simpático pero poco amigo de exhibiciones, dió la tercera; cosa buena, trabajada y pensada. Pero icualquiera domina sus nervios! sobre todo cuando son tan rebeldes como los del secretario de nuestra Congregación. Que se consuele, sin embargo, pues se cuenta de un eminente conferenciante francés que en su primer ensayo no estuvo ni siquiera a la altura del nuestro, que se contentó con algún que otro tropiezo. El orador francés salió al escenario -era en un teatro- se aturdió al ver tanta mirada impertinente clavada en su triste figura, requirió el sombrero y sin decir ahí queda eso, se escurrió bonitamente entre bastidores y se marchó a su casa. Lo cual no le impidió ser más tarde uno de los mejores oradores académicos de Francia. La moraleja se cae de su peso. El Sr. Director recalcó el mérito que calificó de heroico del orador, que a pesar de una repugnancia casi invencible, supo despachar su asunto, Dios sabe a fuerza de qué colosales energías.
El azaramiento es contagioso y seguramente que el señor Montes ha tenido su carne de gallina en algún que otro momento, porque si a nervios va, pocos los tienen más alborotados que él. Pues señor, el que no lo conozca le habrá tomado por el orador más sereno y más templado. Con una dicción impecable, fué declamando su engendro oratorio, ameno, substancioso y por añadidura bien escrito; tan bien que seguramente ha tenido alguna musa que le ha inspirado perfectamente. No es para quitar méritos al conferenciante; en primer lugar porque pocos serán los que tejen sus discursos como la araña sus telas, sacándolo todo de su magín y en segundo lugar porque a F. Montes le sobran condiciones de saber y de estilo para estos trotes.
Y como Recuerdos tiene que ir a la imprenta para que lo pergeñen un poco antes de presentarse a su público -también tiene su vanidad- no nos da tiempo a reseñar las conferencias que han de seguir a las que acabamos de mencionar. Que se consuelen sus autores, quedarán archivadas en el cuaderno del secretario que con toda diligencia las colecciona.
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