Un antiguo alumno, Jaime Jorro, recuerda en este artículo el banquete de despedida con que fueron obsequiados los bachilleres en 1917. Resulta entrañable el ambiente de camaradería e incluso, sincera amistad que reinaba entre alumnos y profesores. Una amistad profunda que, en ocasiones, les acompañó toda la vida.
DE LO QUE FUE
Por fin habíamos terminado. Después de enojosos desvelos y de angustiosas fatigas, nos veíamos al fin libres, contentos, satisfechos y… ¡bachilleres! Un plausible Real Decreto nos privó de la dulce emoción de aprobar la reválida y concluímos nuestros estudios, aquel año, cuando apenas mediaba Junio, mucho antes de lo acostumbrado en el Colegio de Ntra. Sra. del Pilar. Continuando la tradición, el Colegio acordó obsequiarnos a los nuevos bachilleres, con una comida íntima, con una reunión fraternal, con un banquete como decíamos nosotros, al que podrían concurrir todos aquellos que por haber terminado sus estudios del bachillerato, ya no podrían disfrutar en el curso siguiente de la vida bulliciosa y alegre, de la vida animada y sin monotonía, de aquella vida que, cuando se recuerda, evoca días felices y dichosos.
Aún rememoro el amplio comedor del Colegio, lleno de muchachos, engalanado y alegre. Sobre dosel rojo y gualda, la Virgen del Pilar presidía la fiesta en que nos reuníamos maestros y discípulos, profesores y alumnos y para decirlo todo en una sola palabra, amigos verdaderos. Reinaba jovialidad sana, desenfado propio de nuestra edad y franqueza compartida también por aquellos hombres que, durante muchos años, procuraron inculcarnos siempre mejor que la árida prosa, muchas veces estéril de los libros, sentimientos nobles y elevados, creencias puras y verdaderas y amor sin vacilación ni desvío a la bandera, emblema sacrosanto de la patria, que de dosel magnífico servía a la noble, a la airosa y gallarda figura de la Virgen del Pilar, de la Virgen inmaculada a quien cantábamos con fervor en la capilla en las tardes fugaces y perfumadas de Mayo, de la Virgen a quien rezábamos llenos de fe, a quien pedíamos pletóricos de esperanza!
El tiempo avanzaba velozmente y la reunión se prolongaba sin sentirlo. Crecía la animación y la frase más inocente pronunciada por quien conocíamos sus simpatías, sus aficiones y sus desvelos, levantaba rumores prolongados, murmullos incesantes, daba origen a súbitos y pronunciados ataques de tos, a sonrisas disimuladas, a apretones de manos… y a singulares muestras de afecto, tales como abrazos de esos que, después de recibidos, se siente uno malo, hay que meterse en la cama, llamar al médico y friccionarse con alcohol.
Y las ovaciones se hacían continuas, ensordecedoras. Como en toda fiesta española, hubo discursos; un nuevo bachiller nos habló de multitud de cosas relacionadas con nosotros.
Muy entrada la tarde nos despedimos de los profesores… Las palabras alegres y las bromas pretendían en vano acallar nuestros sentimientos: era imposible. Y salimos en alegre algarabía a la calle. Una lágrima pugnó por asomar a mis ojos.
Todo fué cosa de un minuto; después… proseguimos la marcha. Aquel atardecer melancólico y dorado quedó gravado en mí profundamente… En las borrosas páginas del pretérito se confunde el oro del crepúsculo esfumado, con el dorado refulgir de dichosos recuerdos.
Jaime Jorro [1].
Notas del Editor:
- Jaime Jorro Beneyto († Madrid 1986): Promoción de 1917. Diplomático. 2º Conde de Altea.
Deja una respuesta