En el número de Enero de 1928 de la revista “El Pilar” se publicaba una conferencia leída en la reunión trimestral de la Congregación por nuestro compañero, Agustín de Foxá y Torroba. Él había abandonado el colegio en 1923, pero fue convocado para dirigir una meditación a los congregantes del colegio.

En las notas transcritas ya se puede apreciar la calidad de la prosa de quien sería, poco antes de morir, admitido en la Real Academia Española. El idealismo, la religiosidad y la nostalgia que serán elementos frecuentes en sus obras de madurez ya aparecen en estos primeros escritos. Tras esta pequeña introducción os dejo sin más preámbulos con el artículo del genial pilarista:

Las vidrieras del Colegio


– Nos habían traído un Colegio nuevo – y no lo habíamos visto edificarse poco a poco, trocito a trocito, entre la algarabía de los andamios y el fuego blanco de la cal viva -. No; era un colegio ungido por los aceites de la lámpara de Aladino, surgido de la nada y que aún conservaba de la sutilidad de su origen sus bellas vidrieras, grandes, tersas, como cuajarones de sol o de tela de araña, que daban a su armazón de piedra, vibraciones de ala -. Un colegio naufragado de sol, como una galera de cristal, de un sol que inundaba las clases, se desbordaba en los corredores, y hacía cascadas de oro en las escaleras.

Vista desde una galería
Vista desde una galería

«Es un regalo de la Virgen del Pilar», decía el P. Emilio y en efecto era un rosal de piedra, que Ella había guardado bajo su manto azul para sus hijos -. Porque como Ella, era claro y hermoso y como Ella tenía el alma llena de colores. – Sí: el nuevo colegio tenía un alma, un alma múltiple e irisada: sus vidrieras.

– ¡Ah, las vidrieras del colegio! tan sutiles, tan delicadas -. Me acuerdo de las lamentaciones de mi madre el día que lo visitamos todos los de casa. – «¡Qué lástima!, decía, es tan bonito, tan frágil, para vosotros los chicos tan descuidados, tan violentos.»

¡Oh! esto para un colegio de niñas -. Y en el oro de la mañana, evocaba monjitas blancas de largas colas sedosas, y niñas rubias con reverencias de minué, en la escalinata central.

Y era verdad, porque el nuevo colegio, más parecía hecho para el aletear incesante de los plumeros de las hermanas legas.

– Pero precisamente de este constraste nacía un símbolo – y era en la tarde maravillosa, cuando volvíamos del patio, sudorosos, sucios de barro, rojos de violencia y energía, la delicada lumbre silenciosa de los vidrios, cargados de sol crepuscular.

Escalera principal.
Escalera principal.

Era entonces, después de la patulea, polvorienta y ruda del patio, cuando el cuerpo ahogaba con su bienestar físico todo brote del espíritu, era entonces, repito, cuando las dulces vidrieras, hadas azules de la tarde, en colaboración con el sol, nos ponían un fondo sensible de emoción y de arte.

– Y era entonces y sobre aquel fondo, cuando goteaban de nuestras manos, las cuentas del Rosario de la tarde: Por nuestros padres, amigos y bienhechores; por el compañero enfermo – y parecía que ellas sonreían y tomaban perfiles de estampa.

Recuerdo que nuestra clase en sexto año estaba muy cerca de la capilla.

– Era una clase bastante temprana y todos teníamos los ojos enrojecidos de sueño.

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Capilla de Segunda Enseñanza

Escuchábamos (aún veo a don Pedro, bondadoso, en su alto pupitre), la historia natural.

Era algo materialista y espantoso, se encasillaba la salvaje alegría de los animales y de las flores, en polvorientos ficheros de archivo.

Y el hombre, ¡nosotros!, entre el coro Darwinista y materialista, perdía su corona de hijo de Dios, de Redimido de Cristo.

Entonces las vidrieras de la capilla, en nuestra oración matutina, ellas ¡tan débiles y tan frágiles!, rompían las teorías que levantó el orgullo de los hombres, con sus sencillos dedos de luz.

Y la creación entera volvía a su plano natural, y el hombre volvía a tener alas y todos los animales de la tierra, del agua y del cielo entraban sumisos en el Arca de Noé de mis libros de párvulo.

Entonces, ante esa nada, que lo es todo, de una vidriera, un órgano que gime, unos rasgos de sol, una golondrina que se adivina turbia y gris a través de los vidrios, volvía el espíritu como siempre, triunfador de todo y lejanas escritas en la luz, se oían las palabras, inmutables, ciertas y absolutas: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

La Crucifixión. Vidriera de la capilla Gótica.
La Crucifixión. Vidriera de la capilla Gótica.

Queridos compañeros, yo no tengo silueta de predicador, – ni ciencia, ni experiencia para ello; pero permitid que alargue este símbolo mío de las vidrieras hasta vosotros mismos.

Queridos compañeros, se está edificando en el mundo, en España un colegio nuevo.

Es el edificio de la sociedad futura de la patria nueva.

Y hay artífices que son ciegos y tenebrosos: su proyecto es materialista, hosco y pesado – quieren hacerlo gris y cerrado, sin ventanales para el espíritu y sin jardines interiores.

Pero hay también un artífice, hijo de un carpintero, que por serlo, conoce el oficio, que sueña construírlo, claro, espiritual y alegre, lleno de sol, donde el sol y el paisaje entren y corran por sus muros – y para ello necesita vidrieras. Y aquí las van haciendo, y aquí se van labrando.

Sabios artífices tenéis, que bordarán la greca humilde de cada día, en vuestras almas – vuestras almas que han de ser las vidrieras, todo transparencia del nuevo edificio del espíritu.

Y ellos, vuestros profesores, os las van haciendo claras y azules.

Y sobre su fondo de luz grabarán los tres símbolos eternos. Cristo que fue amor; Santa Teresa, nuestra Santa Teresa que fue fe, y D. Quijote, que fue España.

Agustín de Foxá y Torroba