CAPÍTULO TERCERO
Por fin, Colón es atendido
Pocos días más tarde recibió Colón, de manos del físico de Palos, García Fernández, una carta que le mandaba el propio Padre Juan Pérez, amén de la cantidad de veinte mil maravedises que le adelantaba la magnánima doña Isabel, para que pudiese adquirir una bestezuela con que emprender el viaje a Granada, donde le esperaba, y proveerse de ropas a propósito para alternar en la corte.
Para el efecto de adquirir una mula había encargado el Padre Marchena a uno de los legos del convento, y Simeón, siempre atento a cuanto ocurría por los alrededores, no tardó en enterarse del encargo. Interpretólo en su fantasía relacionado con la pronta marcha del extranjero, y atando cabos conforme a sus deseos, creyó llegado el momento de dar el supremo golpe para obtener los cuarenta mil maravedises.
Obrando en consecuencia, decidióse a afrontar la presencia del marino, por más que sintiese secreta repulsión en ello, pues desde el primer encuentro había advertido una fuerza que le dominaba en el genio de Colón.
Pero no fue por cierto la imprevisión error en que cayese Colón fácilmente. Por el relato de la tentativa de Simeón para comprar cartas geográficas, había comenzado a precaverse un tanto en su mente contra aquel andrajoso usurero cuyos antecedentes no sirvieron sino para confirmarle más y más en sus sospechas.
No a otra causa se debió el encargo repetido que hizo a sus compañeros, de guardar en el mayor secreto cuanto discutían.
Ahora, al tener por segunda vez a Simeón ante sus ojos, le miraba doblemente sereno, cosa que no hizo sino aumentar la perplejidad del ave de rapiña del Condado de Niebla. Apenás si pudo balbucir estas palabras:
— Parece, señor Colón, que os disponéis a abandonar nuestra tierra.
— Ello es cierto -respondió él secamente.
— Por eso venía yo a ver si podría favorecer en algo a un hombre que sé es de mucha ciencia.
— Es extraño sepáis tal cosa, cuando todo el mundo me tiene por un triste pasajero.
— Modestia que realza más vuestros méritos. Por ahí he oído decir que nos vais a abandonar…
— Exacto, exacto.
— Y cuando uno emprende un largo viaje, necesita… es natural, llevar bien provisto el bolsillo por lo que pudiera ocurrir. Yo he sabido que vendéis cartas geográficas.
— Ya salió aquello -dijo Colón para sus adentros.
— Hace ya mucho tiempo que deseaba adquirir alguna bien hecha.
— Ya no tengo intención de vender más. Pero, en fin, por haceros un favor, sacaré las que tengo.
— No os molestéis -respondió con disimulada sonrisa el judío-. Diego, vuestro hijo, me enseñó ya la mayor parte de vuestros mapas; pero ninguno me satisfacía. Sin embargo, me dijo que en vuestro estudio teníais algunos que por lo usados no entregabais a la venta. Y precisamente… yo he pensado: ¿Quién sabe si a lo mejor va a dejarlos perder abandonados al marcharse para otras tierras, y yo pueda hacerle un favor si acaso encuentro entre ellos uno que me guste?
— Es imposible lo que pedís. Están, es cierto, muy usados, y a nadie más que a mí pueden prestar servicios.
— Pero no todos. A lo mejor tenéis alguno ya viejo, de antiguos geógrafos, que a mí me convenga.
— ¿De quién, por ejemplo? -preguntó ya intrigado Cristóbal Colón.
— Pues, de Ptolomeo… de Toscanelli…
— Pero ya están vendidos.
— ¿A quién?
— A los reyes de Castilla y Aragón
— Téngolos, efectivamente -dijo aquí con viva satisfacción el marino-. Pero los entregaré a muy subido precio.
Brilló un relámpago de alegría en los ojos de Simeón.
— Os lo pagaré tal vez más caro de lo que creáis, que aunque yo sea, como veis, un pobre mendigo, sé quien me proporcionaría dinero en gran cantidad.
— Pero están ya vendidos.
— ¿A quién?
— A los Reyes de Castilla y Aragón.
No tuvo el judío aliento bastante para replicar una sola palabra ni para pronunciar una letra. Tal era el golpe que su ambición y artería recibían en un punto, de aquel hombre a quien él quería embaucar y que veía se hallaba en relaciones con los más altos potentados del país. Como perro amenazado, abandonó la portería del convento, más mohino todavía que la vez primera, sin fuerzas ni para coordinar sus ideas ni medir su humillación.
Llegó Colón a la corte en el momento más solemne que registra la historia de nuestros hechos de armas.
Deshechas, tanto por las luchas intestinas cuanto por la fuerza de las armas cristianas, las huestes granadinas, hacía ya tiempo se veían reducidas al estrecho espacio del recinto de Granada, su último refugio. La lucha tenaz sostenida durante ocho siglos entre invadidos e invasores, llegaba a todavía sus últimas escenas. La resistencia que por aquellos días de diciembre de 1491 oponían los moros, semejaba en sus explosiones de heroísmo a las últimas llamaradas de una antorcha cercana a su fin.
Empeñados don Fernando y doña Isabel en ultimar la rendición, no pudieron atender en seguida a Cristóbal Colón, que asistía como mudo espectador a las postreras escenas de la tragedia del drama español de la Reconquista.
Sin embargo, no puede decirse que estuviese abandonado. Alojado por su constante amigo el contador general Alonso de Quintanilla; animado en sus impaciencias por el Padre Juan Pérez, el cardenal Mendoza y fray Diego de Deza, veía asimismo tornarse a su favor hasta a los que anteriormente fueran sus más irreductibles rivales, como el antiguo prior del Prado y ahora presunto arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera, y el conde de Tendilla.
Gran impresión debió de producir en su alma el entusiasmo que por todas partes saludaba a la presencia de los Reyes Católicos, a quienes todo el mundo consideraba como «enviados del cielo para la salvación y reedificación de España».
Los más renombrados caballeros, los nobles de alcurnia más rancia, los poetas más afamados, la flor de cuanto hermoso y grande había en España, se hallaba reunida aquellos días en el campamento de Santa Fe. Orgullo natural debía sentir el celoso adorador de España, el genio más insigne del siglo XV, al verla tan cerca de su encumbramiento, y un santo y noble entusiasmo llenaría su pecho al pensar cuánto había él de contribuir a aumentar su grandeza.
Por muchos conceptos, pues, saludó Colón, con el alma henchida de gozo, la mañana del 2 de enero de 1492; abriéronse en ella las puertas de la sin par Granada para dar paso a varios jinetes que, con el corazón desgarrado, entregaron a los Reyes Católicos, los descendientes del humilde Pelayo, las llaves de la ciudad.
Si para todos los españoles significaba este acto el principio de su exterior grandeza, ya libres de luchar con el interior enemigo, para Colón significaba, además, el principio de la realización de sus sueños, tanto tiempo acariciados.
Terminadas las diligencias de ocupación de Granada, atendieron muy especialmente los Católicos Reyes a las explicaciones de Colón. No parecían en efecto desprovistas de fundamento; pero las exigencias que ponía para que se llevasę a cabo el proyecto, exasperaron la vanidad de los nobles, celosos de un hombre a quien la generalidad consideraba extranjero.
Pedía nada menos que ser reconocido almirante y gobernador de cuantas tierras descubriera, con el diezmo de las ganancias que en ellas se realizaran. Alguien le susurró que era grande el desahogo de quien solicitaba tales honores sin arriesgar por su parte gran cosa, puesto que, si el descubrimiento no se verificaba, quedaría indemne su bolsillo.
Indignado Colón ante tal acusación, explicó que contribuiría con el octavo de la armada, siempre que también le dispensasen el ochavo u octavo del beneficio.
No obstante, parecieron exageradas sus pretensiones, y más desalentado que nunca abandonó la corte castellana.
Gracias a Dios tenía amigos de verdad en la corte. Distinguíase entre éstos el ya citado Luis de Santángel, que, en unión de Alonso de Quintanilla, se presentó a la Reina Católica, y con libertad española, le expresó lo que su elocuencia y audacia le inspiraba en aquel instante.
Recordó al magnánimo corazón de aquel espejo de reinas los beneficios que ya había recibido la Iglesia de sus medidas acertadísimas, y la tristeza que embargaría su alma el día que viese emprendido por otra corte europea el proyecto de convertir a tantos y tantos infieles como había en el Asia. No se olvidó de realzar la conducta sin tacha continuamente usada por Colón, la paciencia con que había soportado las más pesadas dilaciones y el sentimiento con que se alejaba de la corte para su corazón más querida. Había entre las damas que escuchaban a Santángel, una que siempre se había distinguido por el afecto a doña Isabel y la conmiseración con Colón. Era la marquesa de Moya, quien con cálido acento apoyó las explicaciones de Santángel. Movida por fin la bondadosísima Reina, y creyendo, como en efecto lo era, voz de Dios la que inclinaba en aquellos instantes su corazón al desprendimiento:
— Basta -replicó-. Yo entro en la empresa por mi corona de Castilla, y empeñaré mis joyas para levantar los fondos necesarios.
No hizo falta tal empeño; pero sí que se tratase de allanar toda dificultad a Colón para llegar pronto a un acuerdo.
Estaba ya éste a dos leguas de Granada, en el puente de Pinos, cuando le alcanzó el heraldo que se había mandado en su seguimiento. Ocurría todo esto en principios de febrero de 1492.
Entró en seguida a tratar con los Reyes el ilustre navegante, y allí, para el 17 de abril, estaban firmadas las célebres capitulaciones de Santa Fe, extendidas por Juan de Coloma en representación de los Reyes. Esta fue su sustancia:
1.° Que Cristóbal Colón y sus sucesores disfrutarían a perpetuidad del empleo de almirante de cuantas tierras aquél descubriera.
2.° Que sería virrey y gobernador de las mismas el tal almirante.
3.° Que siempre disfrutaría del diezmo de los beneficios.
4.° Que sería juez inapelable de cuantos casos ocurrieran con motivo del tráfico entre España y las tierras descubiertas.
5.° Que caso de contribuir al gasto de las expediciones con el octavo, pudiera también disfrutar, no sólo del décimo, sino hasta del octavo de los beneficios.
Expidiéronse al mismo tiempo cédulas para que los vecinos de Palos contribuyesen a la expedición con el auxilio de dos carabelas, servicio que estaban obligados a prestar por un año a la Corona en virtud de un castigo sobre ellos pendiente. Pero como este castigo, sus antecedentes y relaciones nos retrotraen un poco en el curso de la historia, bueno será los narremos someramente en lo que de más interesante tengan.
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