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CAPÍTULO CUARTO

Cómo Simeón fue causa del castigo de un pueblo

Dejamos a Simeón en el capítulo anterior mohino y cariacontecido con el resultado de sus tentativas para lograr el mapa de Toscanelli. La respuesta que Colón le diera de estar ya el tal empeñado con el rey de Aragón, le hizo cavilar sobremanera, y el secreto con que hasta entonces se habían conducido los concurrentes a la reunión de la Rábida, acuciaba más y más su curiosidad.

Supo en esto que había llegado Juan Pérez, del Real de Santa Fe, y atando cabos, como es natural, entre este hecho y la partida de Colón, dedujo que entrambas casualidades debían estar ligadas íntimamente.

Fuése, pues, derecho en busca del piloto Rodrigo, y, a pesar de que el tal se resistiese en un principio, pudo por fin arrancarle cuanto sabía respecto al asunto, que no era poco.

En la Rábida se había decidido interesar a los Reyes para que el advenedizo Colón triunfase cuanto antes respecto a una expedición que descubriría tierras riquísimas, donde las casas estaban recubiertas de chapas de oro y la tierra se veía surcada por caudales de miel exquisita. Reía el  muy taimado judío de cuanto le contaba el cristiano, y trataba de quitarle la excesiva fe que ponía en aquellas visiones.

— ¿Dónde pueden estar esas tierras? -le decía.

— No tan lejos como muchos creen -repetíale  él, confiado.

— ¿De dónde sabes tú tales cosas?

— ¡Anda! Del mismísimo Martín Alonso, que me parece entiende en esto más que nosotros.

— Vamos poco a poco, que discurres como un cerrojo. ¿No es acaso la tierra redonda?

— ¡Y tanto! Como que en eso parece que se apoya el descubridor que llegó aquí para poder verificar su viaje.

— Veo que estás más enterado de lo que creía.

— Como que el piloto Martín Alonso no hace más que hablar de la redondez de la tierra, en su casa, donde yo estoy estos días. Si ha sido quien más ha conversado con Colón; figúrate si sabrá de dibujos.

— Bueno; pues si la tierra es redonda y camina uno mucho en un sentido, tanto como decías, comprenderás que llegará un momento en que de nada servirá el querer andar ni en barcas siquiera, y uno se caerá a los abismos.

Como en aquella época no eran conocidas todavía las leyes de gravitación central de nuestro planeta, no es extraño que ante esta objeción se rascase Rodrigo, muy pensativo, la cabeza. En verdad se necesitaban muchos arrestos para decidirse a llegar a un lugar tan peligroso como el que señalaba el judío.

Que continuó, al ver que su interlocutor enmudecía:

— Si por eso, precisamente, se llama a ese mar el tenebroso. Si por tal razón nadie se ha atrevido a tentar a Dios pretendiendo visitar lo que a la fuerza tiene que permanecer misterioso.

— Ello será como dices; pero, de todos modos, cuando Martín Alonso se determina, sus motivos tendrá. En cualquier caso, llegaremos hasta donde podamos.

— Es lo que a mí me parece. Y no será muy lejos. Ese extranjero quiere conducir a nuestros mejores marineros a su ruina. Como no sea esto una añagaza de los portugueses, envidiosos de la destreza de nuestros navegantes.

— Pues tiene gracia, tiene gracia -continuaba murmurando entre dientes Rodrigo- que dentro de unos días caiga yo en las tinieblas.

— ¿Dijiste de unos días?

— Como que así lo tiene descontado Martín Alonso, y no hace sino calcular sobre unos papeles que le dejó Colón.

— ¿Unos papeles? -Y aquí reprimió Simeón súbitamente la alegría exagerada que quería asomar en su rostro-. ¿Siempre no estará contemplándolos?

— Claro que siempre no. Por ejemplo: esta noche será difícil, puesto que marcha para pasar dos días en Huelva.

— En busca, acaso, de dinero…

— No lo creo. Si le hiciera tanta falta como a mí, bien pudiera ello ser. Bien te dije cuando marché a Granada que tendría que acudir a tu concurso.

— Ese no te ha de faltar como tú quieras servirme bien.

No era Rodrigo lerdo, ni mucho menos, y supuso, con razón, que cuando se dirigía a él con esta frase, debía de andar bastante apurado en alguna treta, de la que tal vez fuera él a sacar gran partido en aquellos instantes. Quería prepararse, por lo que pudiera ocurrir, a la expedición de que, según palabras del mismo don Cristóbal, había de formar parte, y para ello le vendría de perillas una gran cantidad de maravedises.

— Como no sea cosa mala, podemos empezar a tratar -replicó al astuto hebreo.

— Precisamente mala… no lo es; antes bien, muy sencilla. Yo querría que, a no haber en ello inconveniente, me trajeses esta noche los papeles que el extranjero dejó a Martín Alonso. Tus palabras me han picado la curiosidad, y me divertiría grandemente leyendo una cosa tan extraña.

— Pues eso es bantante difícil -disimuló Rodrigo.

— Mira que no ha de ser de balde.

— Pero yo no me arriesgo a que se enfade conmigo Martín Alonso. Ya sabes lo serio que es.

— No se enterará si sabes hacerlo, como puedes…, con recato.

— Bueno. ¿Y qué ofreces? -respondió Rodrigo tras un rato en que pareció reflexionaba.

— Voy a serte una vez franco. Lo que me pidas.

— Pues que conste, entonces, que yo no pido nada. No hablemos más del asunto. ¿Qué? Yo no me meto en dibujos por unos maravedises malditos. ¡Buen viaje, Simeón!

E hizo ademán de levantarse para despedirle.

— Pide, pide cualquier cosa –suplicaba el judío.

— Si yo necesito sólo una, pero muy exagerada.

—  Dila.

— ¿Para qué, si no nos hemos de arreglar?

— Créeme que sí. ¿Cuánto quieres?

— Diez mil maravedises… Y eso sé que no me lo das por procurarte una distracción. De modo que habrá que pensar en otros contratos.

— Trato hecho -se explicó el judío-. Son los únicos que tengo. Aquí va todo mi capital.

Rodrigo se quedó estupefacto. No creía que aquel usurero se hubiese convertido tan de repente. Pero antes que pararse en este pensamiento, sintió en su pecho el acicate de una sed repentina que tan sólo aquella bolsa de dinero sonante podía apagar. Allí estaba el secreto de su felicidad. Con aquellos diez mil maravedises podía afrontar las contingencias del viaje sin temer a la pobreza a la vuelta, y quién sabe, si se descubría lo que Martín Alonso decía, pudiera ser que aquellos dineros produjesen intereses fabulosos.

Indudablemente era un necio si no aceptaba aquel tesoro que se le entraba por las puertas de su casa. Porque, al fin y al cabo, lo que el judío le proponía no era ningún crimen. Total: no se trataba de ceder lo ajeno, sino únicamente de procurar un esparcimiento a aquel pobre miserable.

Pero ¿qué intenciones podía tener en el manejo? ¡Quién sabe! Acaso era tan sólo un capricho. ¡Ah! Pero, por si acaso, convenía limitar bien los términos.

Todo esto pensó y sintió en un instante el pobre Rodrigo, y, como consecuencia, respondió al judío:

— ¿Se trata únicamente de que lo tengas una noche?

— Sólo una noche.

— Conviene, sin embargo, que hagamos las cosas con la menor publicidad posible. De modo que esta misma tarde vienes aquí a la hora de la queda, y podrás tener los papeles hasta la madrugada.

Alargó la mano de que pendía la bolsa el judío, y dejó, tembloroso de emoción, en la de Rodrigo, aquel tesoro que todavía continuaba acariciando con sus ojos y llorando con el corazón.

— No faltes, Rodrigo, a lo convenido -dijo antes de retirarse.

Poco trabajo costó a Rodrigo cumplir con lo tratado, familiar como era su presencia en casa de don Martín.

Simeón pudo a sus anchas contemplar sobre una mesa aquella carta famosa de Pablo Toscanelli, ya arrugada y manoseada mil veces, con señales de distintos colores y tamaños, puestas recientemente, pero que él copió religiosamente para poder después ganar el tesoro prometido por José de Portugal. Mientras estaba delineando le venía el tal pensamiento a la mente, y entonces sonreía con sardónico mohín. Apenas si terminó para el amanecer su ímprobo trabajo. Encerró en una cajita de latón la preciada copia, y dirigióse a su miserable vivienda allí en lo más apartado de Palos.

Pensaba mandar uno de aquellos días cartas que explicasen a su corresponsal de Portugal el resultado de las gestiones que acababa de realizar, para, regateando algún tanto, lograr un premio más subido; pero el correo que generalmente servía para estos menesteres, tardaba uno y otro día en llegar.

Eran ya mediados de marzo, y no aparecía medio de hacer llegar a su destino las letras. Y lo peor de todo, que corrían por Palos las noticias más alarmantes. Decíase que el extraño personaje que había vivido en la Rábida, era muy bienquisto de los Reyes, y que éstos estaban firmando con él un tratado encomendándole notable embajada. Por otra parte, se susurraba que los judíos iban a ser expulsados de tierras de Castilla y Aragón por usureros y enemigos de los cristianos.

Estos rumores arrojaban por tierra todos los planes que hasta entonces había formado Simeón. Por fin, allá el 20 de marzo, vino muy sobresaltado el hebreo que hacía los recados entre aquella parte de Andalucía y Portugal.

— Prepárate, Simeón, a seguirme -díjole muy azorado.

— ¿Qué ocurre, pues, Abraham?

— Que es cosa cierta que el 30 se decretará la expulsión de cuantos hijos de Jacob pisan tierra española.

— ¿De veras?

— Lo sé de muy buena tinta.

— Yo no sé qué haga. En todo caso, no te puedo seguir por ahora. Tendré antes que arreglar mis negocios.

— Adiós; hasta el seno de mi patrón el santo Abraham.

— Escucha. ¿Irás a Lisboa?

— Derecho.

— Pues ten la bondad de llevar estas cartas a José ben Sadí.

— No esperes que te traiga la respuesta.

— Dile de todos modos que me la mande cuanto antes.

Partióse Abraham con la carta en que Simeón contaba a su hermano en religión el apresuramiento que Colón se daba en sus planes, los trabajos que le había costado procurarse aquellos dibujos que anteriormente le había encargado adquirir, y la esperanza en que estaba de que le levantase algún tanto la remuneración.

No se hizo esperar la respuesta de José. Decíale en ella que si Cristóbal Colón llevaba a cabo su viaje, aquel mapa era de valor nulo, y que, por consiguiente, todos sus esfuerzos debían dirigirse a impedirlo, y sólo una vez realizado esto podría aceptar él aquella carta geográfica.

Los acontecimientos se precipitaban con inaudita violencia. Diríase que todo se conjuraba contra el pobre Simeón para que nada le resultase según sus cálculos.

La expulsión general de los judíos había sido decretada, como se lo habían anunciado. Tenía que optar entre abandonar aquel terreno, ya trabajado por sus rapiñas, o hacerse cristiano. No era difícil la elección.

Pero, aunque bautizado, no podía redimirse de un sinnúmero de deudas que llevaba contraídas con sus rivales de profesión, que ahora acudían exigiéndole cuantiosos intereses o, en cambio, una salida fácil a Marruecos, salvando el metálico en oro que les prohibía exportar la real pragmática de la expulsión.

No hubo más solución que tratar de sortear la ley buscando un medio de embarcar a tantos acreedores.

Esto tal vez le arruinaría momentáneamente; pero lograría, no obstante, salvar el pellejo, peligro a que se exponía de resistirse a satisfacer a los peticionarios, que descargarían las obligaciones que con otros cristianos tenían, en su deudor Simeón.

Repasaba éste, entre los pilotos de Palos, para ver si encontraba alguno que a su parecer se prestase a aquel juego, castigado severísimamente por las leyes, y no podía dar con ninguno. Por fin, tras de mucho reflexionar, se le ocurrió el siguiente amaño.

Había un marinero puesto a subasta hacía ya bastante tiempo una carabela, por la cual habían ofrecido hasta entonces escasísimos precios.

Y no es que faltase voluntad para adquirirla. Lo que resultaba deficiente era el dinero en cuantos pretendían poseerla. Entre éstos se encontraban dos individuos, de mediana catadura, que habían tenido que habérselas ya varias veces con la justicia, y a quienes hasta entonces no se había decidido a prestar cantidad ninguna Simeón por más súplicas que ellos le hicieran. Decidióse por fin a verificarles el préstamo, encomiándoles las ventajas que tenían en aceptarlo con las condiciones que él pretendía, ya que los pasajeros pagarían muy alto el servicio.

No vacilaron Gómez Rascón y Cristóbal Quintero en ofrecerse para aquel menester, y el día señalado por común acuerdo, se presentaron en Palos, y a favor de las primeras sombras de la noche, los judíos previamente avisados para verificar la evasión.

Sigilosamente embarcaron en la ría, y apagadas todas las luces pudieron alcanzar sin percance a otra carabela que ya les esperaba a punto para llevarles a Marruecos. Desgraciadamente, no tuvieron Rascón y Quintero la misma suerte a la vuelta. Un vigía había divisado de lejos la embarcación en el momento preciso que estaba atracando. Para cuando se quiso enterar de quiénes la conducían, ya estaban los tales en salvo.

Al día siguiente fue presentada la correspondiente denuncia. Coincidía aquella furtiva salida con la desaparición de varios judíos principales, y cayó sobre todo Palos la infamia de haber desobedecido a los Reyes. Por más pesquisas que se hicieron para averiguar quiénes fueron los patrones de aquella barca, no pudo esclarecerse el asunto.

En vista de lo cual, cayó sobre el puerto de Palos la condena de servir por un año a la’ Corona con dos carabelas. Con lo que vemos ya explicada la designación de este pueblo para adquirir su mayor timbre de gloria en castigo de una falta.

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