Un ejercicio habitual para poner a prueba la habilidad de los alumnos del colegio, consistía en proponerles un cuadro, una lámina o un grabado de los que adornaban las paredes del colegio y pedirles que escribieran una redacción describiendo detalladamente lo que veían reflejado en la escena. Ya hemos visto algún ejemplo de este tipo de redacciones como en el artículo Un paisaje primitivo.
El autor de la narración de hoy es el malogrado poeta Ramón Álvarez Serrano, del que ya hablé en San Agustín y un Niño. Espero que os guste y que, aunque no haya podido encontrar el cuadro al que se refiere la descripción, no tengáis problema en descubrir a qué escena hace referencia.
DESCRIPCIÓN DE UN CUADRO
En un rincón de Castilla, rodeada de montones de dorado trigo, se ve una casa sucia, pequeña y vieja, como lo demuestran los rojos ladrillos que por muchas partes el yeso ha dejado al descubierto. Un estrecho ventano deja apenas pasar la luz al interior de ella, y un árbol de escaso follaje proyecta su sombra sobre un banco de piedra que se halla pegado a una de sus paredes.
Ante esta pobre vivienda se ven varias personas; una de ellas, de alta estatura y majestuosos ademanes, grotescamente vestida con armadura y pesado yelmo, tras de cuya visera se divisa, no sin trabajo, un rostro escuálido con marcado gesto de orgullo. En semejante personaje se concentra la atención de los demás.

Un muchacho descalzo y ceñido con un paño blanco, por cuyas desgarraduras asoma la curtida piel, lleva sobre sus hombros una enorme lanza y una gran espada de que el caballero acaba de despojarse.
Dos mozas con faldas de burda tela, corpiños de color rojo y grandes pañuelos arrollados a la cabeza, hacen inauditos esfuerzos para libertarle de la pesada coraza de acero, al par que con marcada curiosidad fijan en él su insistente mirada como si quisieran penetrar el misterio que envuelve a aquel personaje tan extrañamente ataviado.
Un hombre grueso, ordinario y de aspecto bonachón, con las manos cruzadas a la espalda, en mangas de camisa, con calzón corto que cubre mugrientas alpargatas y un delantal medio recogido sobre su voluminoso abdomen, mira sosegadamente el trabajo de las dos mozas, sin que por eso deje de verse en su cara la misma excitada curiosidad que en ellas.

Finalmente, dos arrieros: uno de ellos sentado en el banco con gorro de piel, chaqueta parda sin mangas que deja al aire las de una no muy limpia camisa, ancha faja a la cintura, las piernas descubiertas y calzando abarcas de cuero; otro de pie, las manos dentro de la faja e igualmente equipado, con la diferencia de estar descubierto dejando a la vista un cabello negro y salvaje, miran asombrados a aquel hombre que ven por primera vez en su vida y que, sin embargo, les recuerda vagamente algún grabado de los libros de caballería.
Entre tanto, el misterioso caballero continúa erguido y con vivo gozo dibujado en el rostro al verse ante el que a él se le antoja castillo señorial y servido por las que se le imaginan altas y fermosas castellanas.
RAMÓN ÁLVAREZ.
(6.° año.)
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