Esta semana comparto con vosotros un artículo publicado en la revista Recuerdos del curso 1914-1915. El autor, Fernando Martínez de la Vega, ya fue protagonista de otro artículo publicado hace unos meses (ver Fernando Martínez de la Vega). Espero que disfrutéis de los recuerdos de este pilarista.
RECUERDOS DE MI VIDA DE COLEGIAL
He sido encargado de una labor que no sé desempeñar: «Escriba usted algo sobre sus recuerdos del Colegio», me han dicho; no sé lo que puedo yo referir de aquellos tiempos ya pasados, que recuerdo ahora con verdadera gratitud.
La vida colegial cansa por su monotonía; todos estamos impacientes por salir de esa especie de cárcel, en donde estamos un poco a la fuerza: los alumnos de cuarto año miran con envidia a los del quinto y éstos a los del sexto, ¡dos años de cautiverio todavía!, exclaman con desaliento.

No, os aseguro que estáis equivocados los que creéis que fuera del Colegio se pasa mejor que en él; desde luego la vida es distinta y el cambio agrada siempre por la variación que representa; hay más libertad, parece que se pasa repentinamente de niño a hombre, pero una vez que nos damos cuenta de la transformación sufrida, cuando hemos pasado aunque no sea más que un año fuera del Colegio, nos dan muchas ganas de ser colegiales otra vez.
Esa vida que llamamos monótona no lo es en realidad; es, al contrario, una vida metódica, mediante la cual el niño fortifica su cuerpo y su alma; el niño cuando entra en un Colegio es una especie de pequeño tirano, déspota e ignorante, con una voluntad virgen, no reconoce más derechos que los suyos; cuando al cabo de algunos años sale de las manos de sus maestros, ese pequeño brillante ha sido tallado y aparece con todas las hermosas cualidades con que la Naturaleza le dotó.

El Colegio es muy provechoso, más que provechoso, indispensable. Y luego, ¿es que no se pasan buenos ratos en el Colegio? Ya lo creo, y muy buenos; con qué ansiedad aguardamos, por ejemplo, el recreo; media hora antes de que suene la campanilla que tan agradablemente vibra en nuestros oídos, ya estamos todos preguntándonos la hora, y cuando por fin se oye el «tín, tín, tín», y la oración con que termina la clase concluye, apenas nos podemos contener para bajar la escalera que nos conduce a ese patio, que recordamos con cariño, en el cual hemos lanzado tantos gritos y en el que nos hemos explayado todos los días durante seis años cuando menos.
Otro momento que también tengo fuertemente grabado en la memoria, el de la lectura de notas; ya se está el viernes pensando en el sábado, y cuando llega éste y nos reunimos, las miradas vagan de un compañero a otro: «¿Quién será primero esta semana? ¿Qué nota me habrán dado en Química, Física, Álgebra, Geometría o Aritmética?» piensa cada alumno en su curso correspondiente, aguardando con impaciencia a que la voz del Director pronuncie su nombre; ¡por fin, ya llegó!; me levanto rápido a recoger el fruto de una semana; «Très bien», exclama el Director con su voz alegre; el suspiro que contenía mi pecho se escapa, ya que mi ansiedad ha cesado; y luego el resto del día lo paso también satisfecho. La víspera del domingo, después de una semana de trabajo, es un día muy hermoso, en el que gozamos más que en el propio domingo.

No olvidemos jamás nuestro Colegio; yo por mí no lo olvido y lo recuerdo siempre agradablemente; allí he dejado no ya profesores, sino unos amigos a quienes recurro en caso de necesidad, que me oyen siempre solícitos y que me atienden con cariño.
Pocos alumnos habrán tenido más disgustos que yo en su vida colegial: yo, puede decirse que he peleado con todos los profesores que he tenido; a todos quizá he pedido perdón una o varias veces, pero de todos he quedado muy amigo. Es imposible guardar rencor hacia esos hombres que abandonaron el mundo para dedicarse a una obra tan grande y tan hermosa; su bondad y mansedumbre desarman el corazón más endurecido, y cuando alguna vez recuerdo esas pequeñas grescas, no puedo por menos que llamarme ingrato.
Fernando Martínez de la Vega.
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