CAPÍTULO SEGUNDO
Un usurero confundido por un niño
Y con aquellas tertulias de la Rábida se había acercado el invierno. Era a principio de diciembre, y por el camino que conducía de Palos a Sevilla, cabalgaba al amanecer, envuelto en una manta moruna, un hombre que podría representar como treinta años, y que por lo bien provistas que llevaba las alforjas, parecía estar determinado a hacer un largo viaje.
Apenas había perdido de vista al convento de franciscanos, oyó que le llamaban por su nombre.
— Rodrigo.
— ¿Qué pasa? -respondió él dirigiendo la vista a todas partes, sorprendido de no advertir a nadie.
— ¿Qué va a pasar a estas horas, y sobre todo con este tiempo? -le replicó su interlocutor, saliendo de una cabaña que había allí junto al camino-. ¿Tan mal le va al piloto en Palos?
— Cada vez mejor -insistió el caminante.
— Pues no es a Huelva, por cierto, adonde te encaminas. ¿O quieres batirte con los moros?
— Algo así -respondió Rodrigo medio riendo.
— ¿Tan secreto es tu recado?
— Yo no sé si lo será; pero va sellado de todos modos.
— Mas se podrá ver la cubierta.
— Siempre el mismo, Simeón. Si de todo no se entera… -insistió el caballero, mientras con la vanidad pintada en los ojos sacaba de su jubón una carta, en la que se leía: «A Su Alteza Serenísima la Reina doña Isabel de Castilla.»
— Medrado has, piloto de Lepe; vaya, vaya. Bien veo que de aquí en adelante no has de necesitar del pobre Simeón. Le miras ya por encima del hombro.
— No tanto, no tanto, que es bien posible te deba pedir pronto algún socorro.
— Que no sea muy subido, Rodrigo, y que nadie te asalte en el viaje.
— Amén -respondió aquél, espoleando el caballo.
Y el indagador impertinente se metió en la cabaña, repitiendo entre dientes:
— Es bien extraño lo que aquí va pasando.
Porque Simeón, con su cara de beatuco inocente, era un incurable curioso, al lado de otras muchas cosas que iremos diciendo.
De origen israelita, no podía achacársele un aferramiento loco a su religión, cual ocurría con la mayor parte de sus congéneres. Mas bien podría decirse que, sin haberlo hecho todavía oficial, pertenecía a la cristiana grey; pues, como ella, asistía a menudo a los oficios de la iglesia; como ella, ayunaba y oraba, según era público, y como ella, también al parecer, hacía limosna de vez en cuando. Bien es cierto que, sobre todo esto último, resultaba pura apariencia, pues su modo de dar la limosna resultaba muy extraño.
Casi se podría decir, como hoy se acostumbra de muchos aparentes dadivosos, que su acción era un dar con una mano, que resultaba pedir con la otra.
Exageraba su don con el necesitado, y le aseguraba que lo hacía con grave riesgo de su propio peculio, pues de verse precisado a proporcionarle mayor cantidad, tendría que ser con alguna garantía, aunque pequeña. Prestamista, como todos los de su raza, pero más agarrado, si cabe, que ninguno de ellos, era capaz de dar la vuelta a Aragón y Castilla para lograr el beneficio de un maravedí.
Correveidile de profesión, estaba al tanto de cuantas estrecheces podía sufrir un andaluz en diez leguas a la redonda, y sabía aprovechar el momento más oportuno para realizar su repugnante oficio de usurero. Este afán desmesurado de lucro, ocasionaba fuese el ordinario encontradizo caminante de cuantos llegaban a la región, y tales afanes de métome en todo fueron la causa de que, tanto Colón como el recadista Rodrigo, le encontrasen en sus caminos. No era muy exigente consigo mismo, y dormía en verano muchas veces a la intemperie, y en invierno, en las chozas de los cazadores, realizando largas caminatas en ayunas, y mal trajeado; pero de todo sacaba partido para embaucar a las sencillas gentes del Condado de Niebla.
Si ruin había sido su vida en los cuarenta años de su existencia, los trajines que ahora se tomaba excedían en mucho a cuantos hasta entonces se había llevado.
El huésped de la Rábida le traía a mal traer pocos días después de su llegada.
Grande había sido la extrañeza que le produjo en un principio ver que aquel extraño personaje que se acercó a la Rábida por su consejo, únicamente para pedir un vaso de agua, resultaba ahora misterioso huésped del convento y contertulio del físico Pinzón; pero no fué menor la que diez días más tarde sintió al recibir una carta de uno de los más encopetados de sus correligionarios, el gran José, que disfrutaba tanta consideración en la corte portuguesa, carta concebida en los siguientes términos:
«Estimado en Jehová: He tenido noticia de un caballero y navegante gallego, que hasta ahora acompañaba a la corte y grandeza de Castilla, ofreciéndole sus servicios, de nombre Colón, ha decidido abandonar esa tierra para marchar a Francia o Inglaterra. Como tiene parientes en Huelva, es muy probable que pase por esas tierras que tú conoces, y por eso me he decidido a proponerte un buen negocio.
Has de saber que ese caballero estuvo anteriormente en esta corte, a la que abandonó por disgustos con el Rey y conmigo. Cuantas diligencias hicimos para hạcerle volver, resultaron infructuosas; pero yo creo que el mismo servicio que su persona, nos pueden prestar sus mapas, de los que parece vende bastantes en ese país, obligado como está a tal sacrificio por la necesidad. Tiene entre esas cartas geográficas una muy notable, y por la que te puedo anticipar daríamos aquí cuarenta mil maravedises oro.»
Y no continuó la lectura Simeón. Cayó medio desfallecido de alegría en el taburete que junto a su mesa de cambio se encontraba, y repetía maquinalmente, con la satisfacción de quien ve un fantástico sueño realizándose:
— ¡Cuarenta mil maravedises! Y en florines de oro.
Luego, algo repuesto, continuó leyendo:
«Creo que la carta lleva por autor a un tal Pablo Toscanelli.
Tu hermano en Jehová,
José Ben Sadi. »
— Pues tiene gracia el personaje tan raro que les ha llegado a los frailes de la Rábida. Ya me parecía que no era un cualquiera… Por sus ademanes, por su mirada y su habla, denotaba ser más que entendido. También tiene locuras el Rey de Portugal y mi hermano José para atreverse a dar cuarenta mil maravedises… ¡cuarenta mil!, por un mapa.
Pero así era, sin embargo. Bien claro lo decían aquellas letras. Y por si acaso… convenía darse prisa. No fuera a marcharse el amigo de los franciscanos.
Al día siguiente estaba a la puerta del convento. Salió a su encuentro el mismo fraile lego que recibiera días antes a Diego, llevando al niño de la mano.
El lego, que debía tener antecedentes exactos del personaje que por las puertas del convento se le entraba, le preguntó con voz algo brusca:
— ¿Viene, acaso, Simeón, a pedir el bautismo?
— Todavía no -respondió el judío con voz atiplada-; pero, en fin, creo que no tardaré mucho en hacerlo.
— Fray Bernardo -gritó el muchacho-. ¿Cómo? ¿No es cristiano este hombre? Si él nos indicó el camino de esta casa.
— Efectivamente replicó melosamente Simeón-, y venía a ver qué tal le iba a tu padre.
— Pues voy a llamarle.
— No hace falta -le interrumpió con astucia Simeón, que creía sería más fácil su empeño habiéndoselas con el niño.- Únicamente quería saber si vendía cartas geográficas.
— Hasta ahora, en la Rábida no ha vendido ninguna; pero ha debido de ser por no haberse presentado compradores, pues desde Sevilla aquí no hemos tenido otro modo de ganar con que comer. Voy a decirle si tiene todavía alguna que vender.
— Sí; porque yo estoy dispuesto a comprarle cuantas guarde.
— ¿Acaso queréis ir a las Indias? -le dijo irónicamente el lego, mientras el niño buscaba los mapas.
— Es únicamente para hacer un favor a un pobre marino que me lo pide.
Volvió Diego con unos cuantos rollos que Simeón examinó cuidadosamente; mas no hallando el que su corresponsal le indicaba, exclamó:
— ¿Son todas las cartas que tiene tu padre?
— Excepto algunas que guarda para sus estudios.
— ¿Y por qué no me las traes también? Yo te las pagaría muy bien.
— Porque muchas veces le he oído decir a mi padre que no hay tesoro en el mundo capaz de comprarlas.
— Eres gracioso, niño -dijo con disimulado despecho Simeón, y trató de retirarse.
— ¿Pero no me dijisteis que compraríais todas las que os trajese? -preguntó Diego sumamente admirado.
— Sí; eso te dije en caso de traérmelas todas.
— Habrá que verlo con mi padre.
— Hoy no tengo tiempo para ello. -Y alejóse del convento visiblemente contrariado, mientras el lego le decía entre irónicas risas:
— Pero ¿qué va a decir el pobre marino de vuestro desprendimiento?
No tenía tiempo de pensar en tales conjeturas nuestro usurero, que, malhumorado y confuso, dirigióse a sus ocupaciones diarias, maldiciendo de Colón, de Diego, de José y hasta de sí mismo. No había más remedio: si quería arriesgarse a ganar los cuarenta mil maravedises, debía entablar tratos con el propio Cristóbal Colón, que, al decir de su hijo, apreciaba sus particulares mapas más que cualquier tesoro.
No le cabía ya la menor duda de que entre aquellos apreciados papeles estaría el del malhadado Toscanelli. El negocio se presentaba mediano, y muy probablemente, si lograba verificarlo, sería con muy poco provecho. Con estas cábalas y maldiciones pasó días y meses el judío, atisbando cuanto podía lo que en la Rábida ocurría, espiando la oportuna ocasión de dar el golpe con la mayor eficacia. Había que aguardar a que el extranjero se viese obligado a marchar, y, por consiguiente, necesitado de dinero.
Pero ese momento no llegaba; con los días crecía la amistad de Colón y sus cuatro compañeros, y nadie podía penetrar en el plan que juntos concluían. Esto torturaba despiadadamente la natural curiosidad de Simeón, hasta el día en que se halló con Rodrigo en el camino de Sevilla.
Todo recado que salía de la Rábida tenía necesariamente relación con Colón, y, por consiguiente, Rodrigo llevaba una misión nada menos que para los Reyes, que interesaba los planes de la Rábida.
Y no se equivocaba el usurero.
Escogido como embajador por el Padre Juan Díez, bastó esta recomendación para que fuese inmediatamente admitido a presencia de la Soberana de Castilla, y tales demostraciones de súplica a favor del navegante debía de haber en la carta, que inmediatamente y con el mismo correo mandó decir doña Isabel a su antiguo confesor que le esperaba en Santa Fe, donde a la sazón se hallaba, para escucharle personalmente respecto a las pretensiones de Colón, y que no dejase de advertir a éste cuánto sentía su bondadoso corazón el estado de desamparo a que se había visto reducido en sus últimos tiempos pasados en España.
Fray Juan Díez no se hizo repetir la orden, apretándole como le apretaba el cariño que sentía por el navegante a sacarle cuanto antes de su estado de duda y desesperación.
Mas pretendía guardar el mayor secreto respecto a sus proyectos, como hasta entonces lo habían hecho por repetidas instancias de Colón; y, en consecuencia, aprovechando el rigor de la estación, partió al mediar de una noche de diciembre para el real de Santa Fe, sin temor ninguno a caminar solo por países recién conquistados a los moros. Los efectos de la apología que de Cristóbal Colón hiciera, no tardaron en sentirse.
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