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CAPÍTULO PRIMERO

Un sabio, dos frailes y un valiente

Sería al comenzar la tarde del 20 de abril de 1491, cuando por el Condado de Niebla, y venciendo las dificultades de una pendiente, caminaban dos personas, demostrando en sus ademanes y mirada la indecisión en que se veían al atravesar aquellos parajes. Parecían ser padre e hijo: aquél, alrededor de los cincuenta años, y éste, entre los diez u once. De más que mediana estatura y complexión fornida, mostraba el padre en la blancura completa de su cabello los estragos de la edad, y en las profundas arrugas del rostro y mirada melancólica de sus azules ojos, acaso penas internas.

Vestían pobremente, y llevaba el padre por todo ajuar un pañuelo colgado en el extremo de un palo, que apoyaba en el hombro y mano izquierdos, mientras daba la derecha al fatigado niño.

Acertó a pasar en aquel instante, y en dirección contraria a la de nuestros caminantes, un anciano de mirada adusta y desconfiada, a pesar de lo cual, y descubriéndose, se atrevió a preguntarle el acongojado padre:

— ¿Sabríais decirme, buen hombre, dónde hallaría un manantial para poder calmar la sed de este niño?

Midió de arriba abajo el interrogado a su interlocutor, y luego, con cierto desdén, respondió:

— Extranjero debéis de ser en estas tierras y tal vez en toda Castilla, pues así lo delata vuestro acento y el ignorar que cerca de Palos no hay manantial hacia esta parte.

Y aguardó, sin duda, que replicase el demandante, que no hizo tal, sino se mantuvo con la cabeza inclinada y mirando a su hijo tristemente, sobre todo desde que oyó el dictado de extranjero. No tuvo, pues, aquél más remedio que proseguir:

— Sin embargo, yo creo que si os dirigís al convento aquel de la Rábida, hallaréis cuanto deseáis.

— Gracias -respondieron a una padre e hijo, y animados por la esperanza, emprendieron rápida marcha, sin advertir cómo se quedaba detrás  examinándoles aquel encontradizo curioso.

Bien pronto llegaron al convento de la Rábida y tímidamente se sentó el desdichado padre en una especie de banco de piedra, monolito que se hallaba a la puerta del convento. Quería aguardar, sin duda, a que saliera algún religioso para dirigirle su humilde petición.

— Padre, ¿por qué no entramos a pedir un vaso de agua? Yo me muero de sed.

— Descuida, Diego, que pronto saldrá algún hermano lego que satisfaga tus deseos.

Y aguardaron un breve rato, y como nadie acudiera a aquella parte, el niño, contrariando algo a su padre, se metió por el convento diciendo:

— Yo no puedo aguardar más tiempo.

Y andando por aquellos parajes, para él desconocidos, no tardó en hallar a un Hermano que le preguntó:

— ¿Qué buscas aquí, niño?

— Agua, por favor, que estoy muy cansado.

— ¿Y de dónde vienes para estar tan cansado? ¿Acaso de Cádiz?

— De más lejos.

Y luego que hubo satisfecho y apaciguado su sed, y mientras devoraba un pedazo de pan, el religioso, prendado de su ingenuidad, le preguntó:

— ¿Y vienes solo de tan lejos?

— No; con mi padre.

— ¿Dónde está?

— En la puerta ha quedado aguardándome.

— ¿Y por qué no ha entrado contigo? -preguntó en esto otro religioso que, según fue respetuosa la acogida que el anterior le hizo, debía ser el rector.

— Yo no sé. Hace bastantes días que no quiere hablar con casi nadie.

— Estará enfermo -insistió con voz compasiva el Superior.

— Eso le pregunto yo; pero me responde que no le duele nada. Y, sin embargo, yo creo que llora cuando está solo.

— ¿Cómo se llama?

— Cristóbal Colón.

Una mueca de extrañeza se dibujó en toda la fisonomía del guardián del convento de la Rábida, el Padre Juan Pérez.

— Yo he oído este nombre… lo he oído -repetía como si quisiera traer recuerdos lejanos a su mente.

— Sí, señor; porque mi padre es muy sabio y quiere dar a España un montón de tierras ricas que él solo sabe dónde están.

— ¡Ah! ¡Sí! –exclamó entonces el religioso como iluminado repentinamente en su memoria-. Ve y dile que entre.

Y Diego, satisfecho del recibimiento que allí le habían hecho, salió disparado a llamar a su padre.

— ¿Quién te manda decir a nadie lo que no le importa saber? -le respondió éste, disponiéndose, sin embargo, a acceder a la invitación.

Momentos solemnes eran, sin embargo, aquellos en que se jugaba nada menos que la mayor gloria que registra nuestra historia, y en los cuales la Providencia quiso unir en un punto la religión y la ciencia para que se consiguiera lo que jamás pudieron lograr la política extremosa y la ambición desmedida. Ni el gran Colón ni el piadoso Padre Juan Pérez conocían a punto fijo la razón por que se avistaban; una secreta simpatía conducía, sin embargo, el uno hacia el otro; era la voz de lo alto que anunciaba llegaba la hora y el momento señalado en los destinos de la historia para premiar a una nación, joven aún, pero que había sabido responder por fin a su conciencia y vocación de atalaya y baluarte de la cristiandad en el occidente de Europa.

Entrevistáronse los dos en la habitación del guardián, mientras Diego se familiarizaba con los patios y dependencias del convento, tanto que al volver a encontrarse con su padre, le dijo:

— ¡Qué lástima que tengamos que marcharnos de este sitio!

Y le contaba los pájaros que había visto, las vacas que había en los establos, los pozos que notó en los claustros, todo con gran admiración y contento.

— Pero si no nos vamos todavía, Diego -le respondió su padre con leve sonrisa. Era de ver a estas palabras el gozo del niño que, no cabiéndole en el cuerpo, lo manifestaba corriendo de un lado a otro y dando tan buena nueva a dos o tres Hermanos legos con quienes ya había trabado amistad.

Efectivamente: Colón había sido convencido por el Padre Juan Pérez, de que debía detenerse en la Rábida algún tiempo, hasta tanto que tuviese una respuesta favorable a una última tentativa que él pensaba hacer cerca de los Reyes Católicos, y que aseguraba tendría buen resultado, a pesar de todas las protestas en contrario de Cristóbal Colón.

Este gran hombre apoyaba sus asertos en las graves contingencias a que había visto expuestos sus días, por tratar de ofrecer sus servicios a los reyes de Portugal y España.

Nacido en Génova o Pontevedra allá por el año de 1446, había estudiado en Pavía, con gran provecho, geografía y cosmografía, aficiónándose de tal modo a estas ciencias, que de allí en adelante fueron sus lecturas favoritas las que tratasen de descubrimientos y astronomía, y su ocupación más apreciada, la navegación y el delineamiento de cartas geográficas o mapas. Desde 1471 a 1484 había vivido en Portugal, entregado a estas sus aficiones y en relación con multitud de viajeros que asombraban al mundo por su atrevimiento y fortuna en el descubrimiento de las costas africanas. Allí había tenido el niño con quien le hemos visto llegar a las puertas de la Rábida. Obsesionado por la idea de encontrar un camino más corto que el hasta entonces seguido para llegar a las regiones asiáticas, pasábase noches enteras examinando los datos que los antiguos nos legaron sobre la extensión de la tierra y la que podría tener el llamado «mar tenebroso», nombre con que se designaba al Atlántico poco más allá de las islas Azores.

Cuanto más estudiaba el asunto, más clara creía escuchar la voz de Dios señalándole el derrotero del Oeste para llegar a Tierra Santa y conquistar de manos de los sarracenos el Sepulcro de Nuestro Señor, prenda de mayores beneficios.

Ofreció sus servicios a Juan II de Portugal, quien, valiéndose de sus datos y del consejo de un judío de predicamento en cuestiones cosmográficas, llamado José, envió secretamente una carabela en exploración del camino señalado.

Pero no fue tan sigilosa la traición, que Colón no se diera pronto cuenta de la misma, e indignado justamente por tan falsa conducta, determinó venirse a España y ofrecer su ciencia a la hidalga nación que entonces gobernaban los Reyes Católicos.

Cuatro años llevaba ya en nuestra patria con varias alternativas, viéndose rechazado por la Junta de Córdoba, aprobado por la de Salamanca, tratado por unos de mentecato, por otros de visionario, de sabio y audaz por los menos, y de exigente en sus pretensiones por todo el mundo.

Sevilla y Córdoba habían sido durante ese tiempo su residencia habitual.

Verdad que los Reyes le habían protegido un tanto adelantándole varias partidas de dinero, y hasta le había llamado Fernando el Católico a Málaga a su presencia en 1486. Mas todas estas demostraciones de simpatía, palidecían al lado de la dilación con que miraban el asunto; y con los años veía él alejarse tanta ilusión, alimentada al amparo del estudio, y hasta el cumplimiento de la misión para la que creía que Dios le había enviado a este mundo.

Desesperanzado de España, había resuelto encomendar sus negocios al Rey de Francia, cuando llegó, camino de Huelva, al convento de franciscanos de la Rábida.

En buen hora se encontró con el Padre Juan Pérez, religioso ejemplar, siervo asiduo de Dios y de sus semejantes. Este benemérito fraile había sido confesor de la ilustre y santa Reina doña Isabel la Católica, en quien tenía plena confianza y gran autoridad por su santidad y saber.

Ver a Colón en tan desesperada situación, y sentir su compasivo corazón impulsado hacia la deferencia, fue todo uno. Conversando con él, pudo advertir cuán distanciados de la verdad andaban aquellos que le consideraban iluso o romántico, que hoy diríamos. La reflexión seria y precisa con que el ilustre desechado exponía sus raciocinios; las protestas que hacía de que lo que más le dolía era abandonar nuestro país -«teniéndose  por natural de estos reinos», patria también de sus hijos, ilusión de todos sus ensueños de grandeza-, impresionaron sobremanera al Padre Guardián; sintió herida la fibra más íntima de su patriotismo, y tomó como asunto personal el de retener a Colón, hasta tanto que la Reina respondiera a una carta que pensaba enviarle cuanto antes.

Había en el convento un religioso entendido en cuestiones de cosmografía, y al punto le puso en relación con Colón. Era este segundo amigo de la Rábida el Padre Antonio Marchena, que se entusiasmó con el huésped más si cabe que el Rector.

El Padre Marchena conocía perfectamente a cuantos en el vecino pueblo de Palos habían de comprender a Colón, y en los días sucesivos acudieron dos nuevos amigos a las tertulias que tenían lugar en el convento.

Era el uno el médico o físico de la población, Garci-Hernández de nombre, y el otro, Martín Alonso Pinzón; hombre estudioso el primero, y muy entendido y práctico en cosas de mar el segundo.

En el convento de Santa María de la Rábida, pues, y muy probablemente en la sala del Padre Guardián, se tuvieron aquellas tertulias en que se decidió el descubrimiento del Nuevo Mundo.

Mostrábase al principio muy reservado Colón, aleccionado por las experiencias del pasado, ya en Portugal, ya en España. Mas como viera que aquellos sus oyentes eran gente franca a fuer de buenos cristianos, abrióse fin completamente. 

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— He aquí -dijo a Pinzón- el mapa que he podido describir según las indicaciones de Aristóteles, Marco Polo, Eneas Silvio y Pedro de Ailly.  Esta es la isla de Cipango.

— Entiendo cuanto aquí se halla descrito y más que yo os he de indicar; pero lo que no acierto a comprender es cómo pensáis atravesar el mar tenebroso ignorando hasta donde se extiende.

— Verdad decís -interrumpió Colón a Martín Alonso-, cuando queráis indicar que nadie haya visto por Occidente el fin del mar tenebroso; pero no estáis en lo cierto si creéis que por Oriente no se sepa ya donde termina.

— Explicaos.

— Creo que no trataremos de enmendar la plana a Ptolomeo, que nos dividió la circunferencia del Ecuador en veinticuatro horas de quince grados cada una, o, lo que es lo mismo, en trescientos sesenta grados. Ahora bien: según Marino de Tiro, ya desde muy antiguo se conocían quince horas, o sea más de doscientos grados hacia Oriente, puesto que se traficaba con la ciudad de Tinae, a esa distancia colocada. Con los descubrimientos portugueses de las islas Azores, se ha llegado por el Occidente a una hora más, sumando así diez y seis las de tierra conocida, o sean doscientos cuarenta grados. Réstanos, pues, por explorar una tercera parte tan sólo de la circunferencia ecuatorial hacia Occidente, para descubrir a la ciudad de Tinai. Mas yo creo que antes de llegar a esa ciudad, puede que encontremos las tierras que nos describe Marco Polo, sobre todo la famosa isla de Cipango, porque es muy cierto que la superficie cubierta de tierra ha de ser superior a la cubierta de mar.

— Claro está todo como el agua -exclamó el físico de Palos.

— Razón tenéis -intervino Marchena, y más os habréis de admirar de la perspicacia de vuestros raciocinios, si os afirmo que yo, con motivo de una travesía por el Mediterráneo, me detuve en Roma, y hablando con un amigo canónigo empleado en el Vaticano, me explicó que había tierras por esa parte que señaláis, y que por los siglos once y doce hubo hasta obispos en ellas, mostrándome los pergaminos que de ello hablaban.

— Entonces… -exclamó con desesperación Colón.

— No temáis perder la grandeza del descubrimiento; porque desde aquellos tiempos precisamente, ya no se sabe absolutamente nada respecto a tales tierras, y estaban más al Norte que nuestros paralelos.

— Respiro -exclamó Colón-. ¿Y me prometéis ayudarme con todo vuestro favor?

— En vista de tanta prueba como aducís, ¿quién no os ha de favorecer? Yo, por mi parte, prometo apoyaros con vida y hacienda -dijo Pinzón.

Una lágrima surcó las mejillas de Cristóbal Colón. Enternecido ante aquel desprendimiento, alargó la mano al marino de Palos, exclamando:

— Habéis devuelto la esperanza a mi pecho, ha ya tanto tiempo desalentado. Con hombres como vos, puede uno prometerse albricias.

Y el Padre Juan Pérez, alzando los ojos al cielo, concluyó: «Dios premie vuestros esfuerzos y amistad».

No habían de pasar muchos meses antes de que Pinzón demostrase la sinceridad de su ofrecimiento, que alguien trabajó por deshacer, como verá quien leyere el… próximo capítulo.

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