CAPÍTULO SÉPTIMO
Entre angustias e ilusiones
Parecieron confirmarse las predicciones de los funestos profetas, cuando ya reunidas las tres carabelas en La Gomera, y a punto de partir, vino un bajel trayendo la noticia de que en la isla de Ferro andaban naves portuguesas, al parecer, con la misión de aprisionar a Colón e impedirle continuara su viaje. No arredró tal noticia el ánimo del Almirante, y al amanecer del 6 de septiembre salió de La Gomera con idea de no detenerse ya sino en la isla de Cipango o las tierras de Catay, que tan profusamente describe Marco Polo en su obra que trata de los límites orientales de Asia.
Una calma pertinaz parecía oponerse a que los españoles salvasen las cercanías de la isla de Ferro, donde pensaban muchos tendrían que luchar con los portugueses. Por fin el 9 lograron perderla de vista, y con brisa muy favorable, aunque no con el ánimo muy decidido. Era aquella la señal de tierra que muchos creían ver por última vez, pues a medida que adelantaban en su viaje, las fantásticas ficciones con que se habían entretenido en Palos antes de que Martín Alonso les decidiese a partir, tomaban cuerpo de realidad y se unían al natural recuerdo del país donde habían dejado seres queridos e intereses sagrados que nadie tal vez podría atender.
Aumentó esta inquietud el haber descubierto el 11 un mástil de una carabela mucho mayor que las que ellos llevaban, prueba palpable de algún funesto naufragio en aquellas traidoras aguas. De todas estas ansiedades y dudas sacaban partido Rascón y Quintero, espiando la ocasión de poder declararse a Pinzón o variar el rumbo de las carabelas. Habían ellos comparado el itinerario seguido por Colón y el que marcaba la carta geográfica en cuya posesión se encontraban, y notaban ya bastantes diferencias entre ambos derroteros. Esto llenó su pecho de confusión. Fue creciendo en ellos la sospecha de que Colón había sufrido algún error y de que les llevaba de seguro a la ruina. ¡Tanto les cegaba su ambición y codicia!
Coincidía esta su natural preocupación con la que creían notar por aquellos días en la fisonomía del Almirante, que ya no andaba tan explícito y sereno como en días anteriores.
Viéronle celebrar repetidas conferencias con Martín Alonso, y no dudando de la clase de perplejidades que aquejaban a los jefes de la Santa María y la Pinta, decidieron ponerse al habla con Pinzón para explorar siquiera su pensamiento.
— ¿Sabéis, Pinzón amigo, que noto bastante preocupado al Almirante? -preguntó Rascón.
— ¿Acaso está enfermo, o ha descubierto alguna traición? -continuó Quintero.
— Nada de eso -replicó Martín Alonso-. Creo que no hay indiscreción en decirlo, puesto que lo ha advertido ya Sancho Ruiz, el piloto de la Santa María.
— ¿Qué es ello? ¿Se ha desviado de su ruta la expedición acaso?
— Cree él seguirla fielmente. Lo que pasa, es que desde el 13 de este mes ha visto que la aguja magnética se va desviando más y más cada día de la estrella polar hacia el Oeste, y si continuase la desviación, no nos iba a servir ya de nada el instrumento.
Agregóse a este fenómeno, el haber visto uno de aquellos días una llama de fuego que parecía descender de los cielos al mar a alguna distancia de las carabelas. De todo sacaban partido los ignorantes y cobardes para pedir, aunque indirectamente, que se dejase ya el viaje.
Mas siendo, como es, tornadizo el vulgo, también encontraba momentáneas ráfagas de esperanza en cualquier incidente que ocurriese cerca de las carabelas. Habían llegado al mar de Sargazo, donde se hallaban grandes parches de hierbas, como había contado en Palos el piloto que acompañó a una expedición portuguesa; pero aunque algunos creyesen que aquello había de dificultar la navegación, teníanlo más bien por indicio de próxima tierra, pues muchas de aquellas hierbas eran de las que crecen en los ríos, y se descubrieron algunas aves de las que nunca duermen en la mar.
Sopló el 18 una sostenida brisa que los conducía mejor de lo que pensaran en días anteriores, aunque a remolque de la voluntad de Rascón y Quintero.
Martín Alonso, con su carabela, que era más velera, trató de seguir la dirección del vuelo de algunos pájaros. Creyó divisar al atardecer tierra en dirección Sur, y así lo comunicó a Colón, que se mantenía incrédulo, pues no entraba en sus cálculos tal contingencia. Corrió la noticia de boca en boca, y todos permanecieron observando durante la noche cómo a medida que caminaban iba agrandándose el perfil de la tierra que soñaban, y asimismo se llenaron de tristeza cuando al día siguiente pudieron comprobar que todo había sido una pura ilusión producida por la neblina.
Caminaban, no obstante, por voluntad de Colón, en dirección continua hacia el Occidente. El viajar tanto tiempo engañados por multitud de falsos indicios, iba apagando los arrestos de los más valientes, sobre todo de los tripulantes de la Santa María, gente oficial y no avenida con aquellos riesgos. La murmuración comenzaba en los rincones de las carabelas. Rascón y Quintero veían alejarse más y más los sueños acariciados, a medida que comprobaban se separaba el Almirante de las indicaciones por ellos tenidas como más ciertas.
— Este viento que continuamente nos impulsa hacia Occidente, demuestra que la vuelta ha de ser imposible.
— Yo he oído decir -exclamaban otros- que allá en tiempos antiguos, se sumergió por completo en estos parajes todo un continente que se llamaba Atlántida, y que sus tierras quedaron casi a flote de la aguas. No otra cosa significan las hierbas que en este mar se ven sobre la superficie de las olas.
— ¿Y no os extraña que, a pesar de la brisa que aquí sopla tan fuerte, el agua continúe, sin embargo, tan tranquila?
— Vamos, que en esta parte fallan todas las leyes que rigen en nuestro país.
Razonaba contra todas estas puerilidades Cristóbal Colón; pero como el miedo suele exacerbarse, generalmente, cuantas más explicaciones se le proponen, y en todo caso nunca se convence de error, la chusma continuaba en sus críticas y ataque a aquellos marinos extravagantes que dirigían la expedición.
De nada servía advertirles que la sonda no alcanzaba fondo en aquellas aguas, que los pájaros pequeños que venían a las vergas y mástiles de los buques indicaban no se hallaban lejos del término de su viaje.
Movióse, por fin, el 25, al amanecer, mar de fondo, y con ello pudieron acallarse un tanto las quejas de la espantada tripulación.
Colón, aunque apareciese tranquilo ante su gente, no las tenía todas consigo. Como calculaba que la isla de Cipango, hoy Japón, estaba mucho más cerca de su real situación, poco más o menos en el meridiano de la Florida de Estados Unidos, había observado que pasaban demasiadas millas sin dar con ella. Comunicó sus temores a Martín Alonso Pinzón, y envióle su mapa-guía para que después le manifestase sus opiniones respecto al particular.
Martín Alonso, fiado en las demostraciones de amistad que continuamente probaban con él Rascón y Quintero -ellos se sabían con qué fines- permitióles enterarse de la carta geográfica. Iban decididos a comprobar en ella los errores cometidos por Colón y manifestárselos a Martín Alonso para que viera cuán equivocado uso había hecho de la misma, y la visible necedad de continuar bajo la dependencia de un marino que ni de sus propios dibujos sabía hacer uso.
Para ellos no cabía duda de que Colón era un sabio, pero, al pasar de sus elucubraciones a la práctica, le ocurría equivocarse lastimosamente, como, además, es bastante común a gente que se pasa la vida en estudios abstractos. No les había ocurrido todavía pensar fuesen víctimas de un engaño, cegados como estaban por la venda de sus sueños de riquezas.
Pero cuando vieron que las líneas y letras de entrambos mapas diferían bastante, cuando observaron la escrupulosidad con que Colón había seguido el itinerario de su posesión, no pudieron menos de mirarse mutuamente para bajar inmediatamente los ojos llenos de vergüenza.
¡Ah! si tuviesen a las manos algún día a aquel desdichado judío. ¡Adiós ilusiones tanto tiempo acariciadas! ¡Adiós sueños de grandeza! Habían sido engañados por el usurero de Palos como chiquillos.
-Creo -dijo Pinzón a sus dos socios- que os atemoriza el pensar que tal vez tenga razón el Almirante, y sea cierto que ya hemos dejado atrás la isla de Cipango. Sin embargo, creo que debe equivocarse, porque razona según opinión de Alfangrano el árabe, que acorta mucho la extensión del grado terrestre. Yo creo que debemos estar punto de tocar con Cipango.
En esto se oyeron voces en la Santa María. Era Colón que, imperativo, pedía la devolución de su mapa, a consecuencia de una insinuación de Sebástez.
Atólo Pinzón a una cuerda, y arrojólo a bordo, donde lo recogió al punto Colón. Iba a extenderlo sobre la mesa, cuando hirió el espacio un grito de Martín Alonso:
— Tierra, tierra al Suroeste -decía.
Alzó el Almirante los ojos, y divișó, a unas veinticinco leguas en la dirección indicada, aquella tierra prometida tantas veces por él a sus marinos. Arrodillóse para dar gracias a Dios por tal merced, mientras, más alborozado, Martín Alonso entonaba en su embarcación el Gloria in excelsis.
Pobláronse de curiosos mástiles y vergas, y trataron de acercarse en aquella dirección al objeto de tan largos y costosos anhelos.
La luz de la mañana disipó por segunda vez esperanzas tan fugaces.
Las dudas de Colón sobre la fidelidad de Pinzón cobraron cuerpo con los hechos desarrollados en este día, 25 de septiembre. Y por motivos bien aparentes.
Hemos visto al Almirante pedir imperiosamente a Pinzón el mapa que espontáneamente le había prestado. ¿Qué había ocurrido para tal variación de conducta?
Los temores de que eran presa ya la mayor parte de los tripulantes, parecían haberse reunido todos en Rodrigo Sebástez, que, además de los motivos de sus compañeros, sentía en su alma los ecos de su última conversación con Simeón el judío. ¿Qué sería de él y de cuantos acompañaban a Colón en aquellas regiones si, como él tenía por seguro, las abandonaba Martín Alonso, la providencia de Palos? Nunca se había fijado, hasta aquel día, en los envíos que Colón hacía al jefe de la Pinta casi diariamente.
Pero cuando el propio don Cristóbal le encargó de enrollar el pergamino para arrojarlo a la Pinta, un montón de recuerdos y sentimientos confusos de temor y de rabia embargaron su pecho. Aquel era el mapa que le había pedido Simeón la famosa noche. No sería por mera distracción, cuando tanto tiempo lo tuvo en su poder. Acaso introdujo en él alguna modificación. ¿Habría fabricado una clave secreta con que sólo podría enterarse de su verdadero sentido Rascón? Tal vez las dos cosas.
Todos estos absurdos se agolparon en su mente, y creyéndose, con el miedo que ya de antiguo tenía, definitivamente perdido, decidió confesar cuanto le apesadumbraba a su protector don Cristóbal:
— Un judío sonsacó, por mi medio, de casa de Pinzón ese mapa -le dijo-. No se lo otorguéis. ¿No veis cómo está examinándole con otros compañeros? Tal vez comparen con misterios que les reveló después un judío, y Martín Alonso salga con toda la ganancia.
Mucho extrañaban a Colón aquellas explicaciones, y no podía alcanzar la razón de los temores de Sebástez; mas, desde luego, tuvo por de muy mal agüero que sus papeles hubieran andado en manos de un judío, y pidió que le devolviesen inmediatamente su propiedad.
Cuando al día siguiente, tras segunda noche de ansiedades, se vió burlado asimismo por las palabras de Pinzón referentes al descubrimiento de tierra, casi creyó que aquel engaño repetido estaba motivado por el deseo de desprestigiar la empresa, y comenzó a torturar su corazón el tormento más penoso de cuantos afligen en este mundo: las sospechas de un alma en cuya compañía, sin embargo, se ve uno obligado a vivir.
Bien lo advirtió Martín Alonso en la sequedad con que le ordenó no se adelantara al amanecer ni oscurecer de la carabela almirante; pero era su corazón noble en extremo, y no quiso mortificar a Colón con la indicación de la menor muestra que advirtiese sus ocultos pensamientos. El tiempo se encargaría de deshacer aquella leve nubada.
Todavía hubo muchos que por adquirir la cantidad señalada por los Reyes al primero que descubrieše las nuevas tierras, dieron repetidas veces el grito de ¡Tierra!, pero siempre con la desesperante decepción consiguiente; tanto, que Colón determinó privar del privilegio de opción a aquella recompensa a cuantos una vez se equivocasen turbando la tranquilidad de los tripulantes.
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