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CAPÍTULO OCTAVO

¡Tierra!

Mas todos estos gritos eran únicamente explosiones de un deseo nunca realizado, que se exasperaba más y más con cada desilusión. Añádase a esto, que Martín Alonso, como ya se decía de público, aconsejaba a Colón tomar el rumbo hacia el Oeste, y se tendrá una idea acabada de la situación de los ciento veinte españoles que conducían aquellas tres frágiles embarcaciones. A la vista saltaba que ya habían caminado más de lo que algunas veces les indicara su jefe, y que, por consiguiente, estaban desligados ya de todo compromiso. Era muy probable que, si caminaban una jornada más infructuosamente, se verían imposibilitados para volver a su cara España, puesto que carecían de los víveres necesarios. Ya no fue en secreto, sino a voces, como algunos pedían la vuelta; pero Colón permanecía imperturbable.

Estaban ya a 10 de octubre, y sólo habían logrado misérrimas señales de proximidad de países habitados. Había que resolver la cuestión por el medio más radical, ya que el Almirante no quería atender a razones. Aconsejaban algunos se le arrojase al agua y volverse inmediatamente a España, donde dirían que él se había caído mientras pasaba la noche mirando a las estrellas. Ya estaban juramentados los ejecutores de tan radical medi- da; pero Colón, advertido del peligro que corría, mantúvose vigilante toda la noche. Sin embargo, como viese por esto su comprometida situación, y receloso del mismo Martín Alonso, decidió, con harto pesar suyo, someterse a la voluntad del esforzado piloto.

A la mañana siguiente del día 11, aprovechando Colón un momento en que estuvieron las dos embarcaciones cercanas:

— Martín Alonso -gritó con acento de tristeza-: la gente que va en este navío va murmurando, y tiene gana de volverse, y a mí casi me va pareciendo lo mismo, pues que habemos andado tanto tiempo y no hallamos tierra.

Conoció Pinzón al punto la grave situación del Almirante y el pesar que debía embargar su alma al pronunciar aquellas palabras. Hacía tiempo que quería demostrarle cuán engañado estaba al suponer en él alguna doblez, y creyó que nunca hallaría momento más oportuno.

Con poderosa voz, en forma que le pudiesen entender hasta los sumidos en la cala, respondió:

«— Señor: ahorque vuestra merced media docena de ellos, o échelos a la mar; y si no se atreve, yo y mi hermano barloaremos sobre ellos y lo haremos; que armada que salió con mandato de tan altos príncipes, no ha volver atrás sin buenas nuevas.»

Tanta sorpresa produjeron en Colón aquellas enérgicas palabras, que trató de dulcificarlas en algo, respondiendo:

«— Martín Alonso: con estos hidalgos hayamos bien y andemos otros días, e si en éstos no hallásemos tierra, daremos otra orden de lo que debamos hacer.»

El efecto de aquel incidente no se hizo esperar. Los cobardes trataron de esconder su temor, y los resueltos y arrojados rompieron en gritos de ¡Adelante! ¡Adelante!

Por rara coincidencia, aquel día, 11, se multiplicaron las señales de próxima tierra; flotó cercano a las carabelas un ramo de espino con sus bayas coloradas, y se recogió un bastón labrado artificialmente.

La satisfacción de Colón no reconocía límites. Tenía por cierto que aquella misma noche, o al día siguiente, se había de concluir la ansiedad de sus subordinados, y cuando al atardecer hubieron cantado todos los marineros la Salve Regina, según era piadosa costumbre verificarlo todos los días, dirigióles palabras de aliento asegurándoles el pronto descubrimiento, y prometiendo un justillo de terciopelo, además de los treinta escudos ofrecidos por los Reyes al primero que divisase tierra.

No hay para qué decir que la vigilancia de todo el mundo fue grande, incluso en Rascón y Quintero, que en fuerza de no poder ya realizar su estratagema, tratarían de sacar el mayor partido posible de la expedición con todos sus incidentes.

Estaba Colón en el castillo de la alta popa, con la vista tendida a lo lejos en la dirección del Oeste, a eso de las diez de la noche. De repente creyó distinguir una luz lejana.

Algo como una congoja agarrotó momentáneamente su garganta. ¿Sería cierto? No dando crédito a sus ojos, llamó a Pedro Gutiérrez, caballero de cámara del Rey, y le preguntó, loco de alegría, si era verdadera su presunción. Contestó Gutiérrez afirmativamente, y siguieron observando durante varios instantes el alternativo aparecer y desaparecer de la luz en la lejanía. Mas no quiso turbar la tranquilidad de los marineros por si acaso no daban con tierra a pesar de aquella señal.

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No descansaba Rodrigo Sebástez dirigiendo la vista a todas partes, ansioso de dar un mentís a su vuelta al judío que trató de quitarle las ilusiones.

Hacia las dos sacudió violentamente a un compañero que estaba descansando sobre cubierta, y le dijo sobresaltado:

— Salcedo, ¿no es cierto lo que veo? Fíjate en esta dirección –y le señalaba el Suroeste -. Fíjate un ratito, y verás si no parece tierra aquella sombra.

— Sí, por cierto -contestó Salcedo restregándose los ojos.

— Pero aguardemos un poco; no gritemos hasta estar ciertos, no vayamos a perder por una equivocación el derecho a lograr más tarde los treinta escudos.

Todavía no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se oyó en la oscuridad y silencio de aquella hora un grito potente, vibrante, cargado de timbres orgullosos y alegres.

— ¡Tierra! ¡Tierra! -y casi inmediatamente después sonó un cañonazo. Los gritos y el disparo eran producidos por Rodrigo de Triana, que vigía en la Pinta, y más afortunado que sus compañeros, divisaba claramente una isla.

¡Día dichoso aquel del 12 de octubre de 1492 para todo pecho español, y mucho más para todos aquellos héroes del descubrimiento de América! Con su claridad fueron tomando determinada forma los límites de la isla de Guanahani o San Salvador, la primera que saludaron en el Nuevo Mundo lenguas civilizadas.

¿Pertenecería aquella región a las posesiones del gran Kan, poderoso señor de las tierras extremas del Asia oriental?, ¿o estarían en país completamente desconocido en las cartas geográficas? Nada de esto sabía Colón; pero, desde luego, llamó poderosamente su atención verla poblada por seres completamente desnudos y maravillados de la presencia de los extranjeros. Salían y entraban de sus bosques, contemplando, entre atemorizados y curiosos, los bajeles llegados a su isla, y daban gritos de admiración y extrañeza sumas.

Mandó el Almirante anclar y armar los botes para el desembarco. Tomó un estandarte real en la mano, mientras Martín Alonso y Vicente Yáñez empuñaban los otros, y aproximáronse a la playa para tomar posesión de aquella tierra en nombre de los Reyes de Castilla y Aragón.

Apenas desembarcó, arrodillóse con reverencia, besó humildemente la tierra, don del Creador a la Corona a quien servía, y dió gracias a Dios con lágrimas de gozo. Explicar éste sería imposible a cualquier humana pluma. Acababa de verificarse el mayor acontecimiento que registra la Edad Moderna. La tripulación, después de haber dado rienda suelta a su alegría en las más exageradas demostraciones de júbilo, abrazaba al Almirante, le pedía perdón por su anterior desconfianza y prometía fidelidad hasta la muerte.

Mucho interesaba a los descubridores conocer de cerca a los habitantes de aquella región; mas éstos, que al principio habían demostrado tanta curiosidad por contemplar las carabelas, cuando las vieron acercase sin fuerza de remos, y luego a los botes descargando entes tan raros en su posesión, huyeron despavoridos. Poco a poco, durante la ceremonia de la toma de posesión, se fueron aproximando, y luego, disipado su miedo al ver que no les atacaban, fueron acercándose más confiados.

Examinaban escrupulosamente sus vestidos, les tocaban las correas y jubones, miraban la tez de las manos, y algunos, llevando más allá la confianza, hasta les mesaban las barbas.

Porque ellos no tenían tal adorno en la cara, sino que ostentaban en ella un cutis cobrizo o bien pintarrajeado, y en cuanto a vestidos, jamás los habían conocido.

De condición mansa y tratable, fueron obsequiados por Colón con varios regalos de cuentas de vidrio y trozos de tela de colores subidos. Besaban ellos emocionados los tales objetos, y los mostraban con orgullo manifiesto a sus compañeros.

Al día siguiente hubo afluencia considerable al campamento español. Todos los llegados querían tener alguna presea de los descubridores. Y tampoco se mostraban desagradecidos aquellos indígenas a las dádivas de que eran objeto por parte de los españoles. Traían grandes ovillos de algodón, producto que se daba abundantemente en la isla, y los entregaban a los conquistadores con una sencillez encantadora. También traían algunas laminitas de oro, aunque en escasa cantidad, de modo que se aguaron muchas de las esperanzas concebidas antes del desembarco.

Convencido como estaba el Almirante de que se encontraba cercano a los territorios del gran Kan asiático, interpretaba las señales y palabras, apenas comprensibles de los indios, como indicadoras de que pronto darían con aquellas fantásticas regiones. El 14, entre la tristeza de muchos indios, partieron los españoles en dirección Suroeste para ver de dar con la región clásica del oro; pero lejos de hallar tal esperanza confirmada, sólo descubrieron el 16 la isla de la Concepción, y después la que llamaron Fernandina. Por cierto que en esta última recibieron indicaciones de los indígenas por las que se podía inferir que el oro en que todos aquellos aventureros pensaban, se hallaría abundante en la dirección Sureste.

Así pudieron dar con la isla que llamaron Isabela, y el día 28 con la hermosa de Cuba.

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Era de admirar en estos sucesivos descubrimientos el cariñoso recibimiento de que eran objeto por parte de los indígenas, que estaban avisados por audaces marinos suyos de la proximidad de los europeos. No lejos de la Concepción habían encontrado a un indio que, solo en una embarcación que llamaban canoa, y con un único remo, se había aventurado a salvar la distancia que separaba San Salvador y la otra isla. Verdad que no era exagerada la travesía para las carabelas españolas; pero sí temerario embarcarse solo en el hueco del tronco de un árbol toscamente labrado con pedernal, sin proa ni popa, con una calabaza y una torta de basto pan que llamaban cazabe, desafiando los furores de las olas. A veces la canoa daba la vuelta; pero tal percance era insignificante para el buen nadador. Volvíala boca arriba y continuaba su marcha.

También fue osadía la de uno de los indios que en San Salvador se había incorporado a los españoles gustoso para servirles de intérprete, y que verse al lejos de su idolatrado país huyó a nado en las cercanías de una isla recientemente descubierta. La fuerza de los remeros españoles no pudo alcanzarle antes de llegar a la playa.

Grandes habían sido las bellezas admiradas hasta allí por los españoles; pero la isla de Cuba les ofreció un cúmulo de hermosuras que, al par que resumen de cuanto hasta entonces habían admirado, era delicioso descanso de los trabajos anteriormente sufridos.

Extensas florestas se veían por doquier desde la costa, y penetrando en ellas se podía admirar que lo eran de una variedad casi infinita de árboles frutales, tentadores en la combinación de sus matices de hermoso color. Había palmas parecidas a las de Europa, pero de hojas mucho más grandes, con las que los indios cubrían sus casas.

Los pájaros más hermosos por su combinación de colores, se hallaban por doquier recreando la vista y aun el oído, pues que algunos aseguraban haber oído al ruiseñor en los bosques, si bien más tarde se ha podido comprobar no existe tal especie de aves en aquellas regiones. Un sol espléndido parecía servir preferentemente a aquella mansión paradisíaca.

La belleza de las noches tropicales se notaba en lọ templado de su clima a tales momentos, y durante el día, las abundantes florestas ofrecían seguro refugio contra el calor. Era, en fin, la más bella isla que jamás vieron ojos humanos, según palabras del propio Colón.

Tan hermosa resultaba a su vista aquella tierra, que no dudó encontrarse en el país de Cipango. Habiendo entrado el 1.° de noviembre en relación con los indígenas, trató de averiguar la región donde residiese el rey y gobernador del país, y creyendo entender el lugar diputó a dos marineros para que fuesen en embajada especial al gobernador del país, señalándoles seis días para la evacuación de su misión.

Luis de Torres, uno de los embajadores, era judío converso, perito en idiomas semíticos, y que tal vez se podría enterar mejor de cuanto le indicasen en la capital adonde se encaminaban. Llegaron, eso sí, a un pueblo de mayor extensión que los hasta entonces visitados; pero en cuanto a hacerse entender ni comprender de los indígenas, resultaron estériles todos sus esfuerzos. Lo que sí observaron a su vuelta, fue que algunos indios enrollaban la hoja de cierta planta llamada tabaco y que le prendían fuego por una extremidad del rollo, mientras mantenían la otra en la boca. Costumbre que había de extenderse más tarde al mundo civilizado.

El resultado de esta diligencia y el haberle indicado algunos indios que, continuando por la costa, llegarían a una región llamada Babeque, le determinó a continuar navegando, no sin antes haber atraído a cinco indios, pues de los anteriormente tomados para intérpretes, no le quedaba ninguno, que aprovechando el menor descuido habían huído a sus islas.

El viento contrario le obligó a variar de itinerario, y con ello descubrió una infinidad de islas en el mar que se nombró de Nuestra Señora. Tenían costumbre aquellos cristianos descubridores, de indicar con una cruz la toma de posesión de alguna de las tierras encontradas. ¿Cuál no sería  su asombro al ver ya colocado el signo de nuestra Redención en una isla todavía no visitada? ¿Acaso la clavaron los normandos?, ¿los vascos?, ¿los portugueses?

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