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CAPÍTULO NOVENO

La ambición de tres codiciosos

El gozo de los españoles corría parejas con el de los indios al contemplarse por vez primera en aquellos apartados lugares. Mas pronto empezó el descontento a sembrar malos propósitos en algunas cabezas levantiscas.

Formábanse corrillos más fácilmente que a la venida al descubrimiento, a favor de las asperezas y selvas de la tierra. Los indios servían de esparcimiento para la mayor parte de los cristianos allí habitantes, pero almas viles querían sacar provecho de ellos para su codicia.

Rascón y Quintero, exasperados con las últimas medidas tomadas por el Almirante para el  mejor servicio del tesoro real, trataron de averiguar en secreto la existencia de alguna tierra más productiva para sus afanes de lucro que las hasta entonces descubiertas. Empezaban ya los indígenas a chapurrear algunas palabras castellanas, como espada, oro, etc., y dieron a entender que siguiendo derrotero hacia el Este, existía una isla en la que abundaba el rey de los metales. No necesitaban saber más los burlados por Simeón el judío. Tratábase únicamente de esquivar la vigilancia y alcance de Colón.

En la tarde de la víspera de la partida que Colón había ordenado de Puerto Príncipe, en Cuba, adonde se había visto obligado a fondear días anteriores, conversaban muy entretenidos y sigilosos a la sombra de un banano, tres españoles: Rascón, Quintero y Rodrigo Sebástez. El descontento que sentían por diversos motivos, les había reunido para elaborar un plan diabólico que acarrearía la malquerencia de dos héroes del descubrimiento, y tal vez, tal vez, la pérdida de todo el fruto de la expedición, pues la avaricia no reparó jamás en intereses generales.

— ¡Vaya si está arrogante nuestro Almirante! -exclamaba Sebástez-. Desde que acertaron por casualidad sus cálculos, cree que todos los beneficios han de ser para él. Yo le he dicho mil veces, y Salcedo lo sabe, que fuí el primero en divisar la isla de San Salvador, y él, erre que erre, que antes había visto una luz.

— Pues si consideras, además, que ha prohibido comerciar oro a los tripulantes, puedes calcular el beneficio que vamos a lograr en este perro de viaje.

— Y no sólo eso, que ni algodón podemos ya cambiar con los indios. De modo que creo vamos a volver a España más pobres de lo que salimos. 

— No; así no podemos continuar -insistía Rascón.

— Si yo diese con un medio fácil para lograr mi premio.

— Yo no veo más que uno –respondió Quintero.

— El que nos sacrifiquemos nosotros por ti y repartamos después las ganancias.

— Pues medrado iba a quedar -replicó Sebástez.

— No entiendes -le dijo Rascón-. He aquí lo que te quiere explicar Quintero: Ya sabrás que don Cristóbal está cada vez más y más encariñado con estas sus islas.

— Por cierto.

— Y, además, que sin la compañía de Martín Alonso, mandan en él los marineros.

— También es verdad.

— Bueno. Pues nosotros habíamos pensado separarnos con Martín Alonso hacia una isla que se llama Haití, donde hay mucho oro.

— Eso… y os lo lleváis todo a España por caminos desconocidos.

— No es eso; nos hará falta bastante tiempo para comerciar a nuestras anchas, y, por consiguiente, necesitaríamos de ti para que llegásemos los primeros a España, dijésemos antes de que Colón pusiese el pie en Europa, que tú eras quien primero dió el aviso de tierra, y repartiésemos luego a tu llegada los beneficios nuestros contigo.

— Me parece de perlas. Pero ¿cómo voy yo a serviros en ello?

— Muy sencillo. Tratando de entretener a la carabela Santa María en estos parajes por cuantos medios tengas a tu alcance.

— Magnífico. Podéis contar conmigo.

Tras otras explicaciones redondeando sus proyectos y viéndose ya dueños de una cuantiosa fortuna, despidiéronse los indignos españoles aquellos.

Salieron todos el 19 en dirección de la soñada tierra de Babeque. Puestos los ojos en la dirección que había indicado el indio a Rascón, incitaba éste al timonel a continuar en aquel sentido. En esto se levantó fuerte viento que no podía resistir la Santa María. Colón hizo señas a Martín Alonso para que volviese; mas era tal la confusión, y se había interpuesto al mismo tiempo una isleta, de modo que fue imposible obedecer. En consecuencia, continuó la Pinta separada de la Santa María entre aquella multitud de islas de Bahama. Mucho intranquilizó al íntegro marino Martín Alonso aquel percance, y trató de remediarlo; pero con el vendaval y la precipitación por vencer sus péligros, se había equivocado, perdió el piloto la cuenta de las distancias, y fueron a dar, en lugar de la Santa María, en la isla de Haití.

— ¿Qué habrá sido del Almirante? -se decía a todos horas Pinzón.

Bien poco interesaba en cambio esta cuestión a Rascón y Quintero.

Colón entretanto sufría atrozmente al pensar que Martín Alonso se hubiera separado deliberadamente. Mayores sospechas concibió al observar que algunos indios cambiaban de opinión en sus indicaciones y señalaban la situación de la isla del oro en la dirección Este. A ella, pues, se dirigió, llegando el 5 de diciembre al Puerto de San Nicolás. Poco después, fondeó en el de la Concepción, y bien a tiempo, pues tuvo ocasión así de evitar un huracán horrible que llenó de pavor a los tripulantes de la almirante y la Niña. No quiso que permaneciese ociosa la chusma, y la entretuvo con ejercicios de caza y pesca y en el  aprovisionamiento de víveres, de que sentían grandísima necesidad.

Tan agradable era el clima de la isla y tan dulce su estancia en ella, que los marineros comenzaron a denominarla La Española.

Quiso Colón entrar en relaciones con los naturales, pero todos huían a la vista de los hombres blancos, y una mujer, a que por fin pudieron dar caza, temblaba entre sus manos como desgraciada cervatilla. Llevada a presencia del Almirante, ordenó éste la ataviasen con retazos de telas españolas, cuentas, cascabeles y otras baratijas, dejándola luego en libertad.

No se hizo esperar el efecto de esta acertada medida. En seguida vinieron al campamento español multitud de indígenas, ganosos de lograr también ellos su correspondiente don. Pudieron entonces advertir los españoles la delicadeza relativa de las formas de los habitantes de Haití, comparados con los de las islas hasta entonces descubiertas. También el color era menos cobrizo. Advirtieron asimismo la mayor profusión que gastaban de adornos de oro, y como les preguntasen por el origen de aquel metal, respondían: «Cibao», señalando hacia el centro de la isla. En ninguna de las anteriormente descubiertas se ha- bia presentado señor alguno en el campamento europeo, prueba inequívoca de la relativa libertad en que vivían todos sus habitantes; pero aquí se dió ya el caso de que viniese un cacique joven y hermoso, con presentes, y a demostrar completa sumisión. Siguiendo hacia el Este y en el puerto de la Paz, se repitió la ceremonia de la presentación de un cacique más poderoso, que trajo asimismo tesoros de más preciado valor.

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También éste pronunciaba la palabra Cibao, con lo que, considerándola una forma de Cipango, se afirmó el almirante en la creencia de encontrarse en esta dichosa región. En la bahía de Acul mandó algunos marinos a reconocer el interior, y los enviados volvieron encantados de su visita. Las casas que habían observado eran más perfectas que las vistas con anterioridad. Tenían forma o base circular, o perfectamente poligonal, y constituían sus paredes troncos perfectamente ensamblados, mientras su cubierta era de resistente pajuz. Allí es donde recibió la embajada del famoso cacique Guacanagari, suplicándole se llegase a su mansión, no muy distante de allí, y el 24 se dirigió el almirante al paraje que le habían indicado.

Mas si para todo cristiano la Nochebuena representa cúmulo de bienandanzas, no fue así para Colón aquella de 1492.

Fatigado por la carencia de sueño de los días anteriores, dormía confiado en la pericia de su piloto, Sancho Ruiz. Éste, a su vez, descansó en la que le ofreció galantemente Rodrigo Sebástez, que, muy ladino, encontró así ocasión para realizar un plan perfectamente madurado hacía días.

Por todos los indicios que iba recogiendo, deducía que era aquel el país donde andarían sus compañeros Rascón y Quintero, y, por consiguiente, no descansaba hasta que llegara la hora de ocasionar grave tardanza a la Santa María.

Sabía él perfectamente la dirección en que existían traidores bancos de arena por aquellas regiones, y a aquel peligro enfiló la embarcación. Luego, como quien se ve precisado repentinamente a abandonar su puesto por súbita molestia, gritó a un grumete que estaba allí al lado: 

— Ven un momento, muchacho. Ten el timón, sin moverlo, unos instantes.

La marcha del buque era lenta, y Sebástez no tenía, ciertamente, otra intención que la de hacer encallar al bajel. No notó en un principio el grumete la magnitud del peligro, y aguardó unos instantes a que volviese Rodrigo; pero como además la carabela había sufrido una vía de agua, cuando vió tal peligro comenzó a pedir a gritos socorro. Acudió Colón, malhumorado, el primero, y con severas palabras ordenó al piloto y otros marinos que marchasen a levantar a babor con puntales la embarcación; mas temerosos ellos de las iras del Almirante, huyeron a la Niña a advertir de cuanto ocurría. Faltó la maniobra que Colón ordenara, y perdióse sin remisión la carabela.

Diego de Arana y Pedro Gutiérrez fueron encargados de avisar a Guacanagari de lo ocurrido y de la imposibilidad en que se hallaba Colón de cumplir la palabra dada.

Ordenó el cacique que sus súbditos ayudasen a los extranjeros en cuanto pudiesen; mas no era necesario este requerimiento, pues ellos, llevados de su buen natural, estaban ya prestando cuanto socorro podían.

El 26 de diciembre, de 1492 vino Guacanagari en persona a visitar a Colón en su carabela, saliendo admirado de cuantos objetos presentaron a su vista.

Pero lo que llenó de estupor la sencillez de aquellos indígenas fue el alarde de armas de fuego que dispuso Colón se disparasen en su presencia. Creían que aquellos seres procedían del cielo, y que, por consiguiente, disponían a su antojo de sus elementos: el rayo y el trueno; y el cacique pidió a Cristóbal Colón socorro contra unos enemigos que tenía en la isla. No vaciló él en prometérselo, y con esto se partieron los indios más contentos que habían venido.

Entretanto, la situación de Colón no podía ser más crítica, merced a la vil hazaña de Sebástez. Con ochenta hombres, lejos de España y con una sola carabela, la más débil de las tres que habían emprendido el viaje, ¿cómo podía emprender la vuelta?

Tras mucho cavilar y desconsolarse, propusiéronle algunos aventureros, como natural solución, quedarse en Haití o La Española de colonizadores. La idea fue aceptada al momento. Avisóse a Guacanagari de la resolución, y con el auxilio de los restos de la Santa María comenzó a levantarse en un altozano la fortaleza de Navidad. Acudían presurosos a trabajar los indios; y con su concurso y la celeridad de los directores de las obras, termináronse éstas para el 1.° de enero de 1493.

Avistáronse todavía el cacique y el representante de los Reyes de España; dejó Colón encargado del fuerte a Diego de Arana, y, en su defecto, a Pedro Gutiérrez, y el 2 de enero, aniversario de la entrega del reino de Granada, presenciado por él, partió para España, llevándole la llave de riquísimas tierras.

Quedaban en el fuerte de Navidad treinta y nueve personas, entre las que no se contaba, como era natural, a Rodrigo de Sebástez.

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