Ahora que nos acercamos al final de curso y muchos alumnos se plantearán cuál va a ser su futuro, me parece adecuado recordar este texto de 1941 que habla de la vocación y del servicio a la sociedad a través de nuestro trabajo.
Normalmente los artículos que comparto con vosotros vienen precedidos de una breve introducción en la que os presento el tema del texto o al protagonista. Sin embargo, prefiero que, en esta ocasión, invirtamos el orden. Si tenéis paciencia me gustaría que leyerais la redacción que viene a continuación, para después indicaros quién fue su autor. Espero que os guste el experimento.
MI CARRERA
¡Por fin! Nos van a dar las notas del examen de Estado. Mi corazón salta, se me enciende el rostro cuando escucho mi nombre… ¡Me han aprobado! Algazara. Salgo de la Universidad; en mis manos tiembla un poco, esta vez de alegría desbordante, el diploma con la calificación que he conseguido a fuerza de estudio constante. Todo me parece sonreír: la misma figura de Julio César que encabeza mi texto de traducción latina parece que abre sus ciegos ojos para felicitarme. Me voy a mi casa, cantando a solas…; el mundo es poco para mí. Pero al acostarme por la noche me parece ver colgado, a la cabecera de mi cama, un reloj de arena que inexorablemente va marcando el tiempo y me dice: «Ahora empiezas de verdad… ¿Qué vas a ser en adelante?» Después de siete largos años de estudió llegué, por fin, a ser bachiller; he llegado a una estación importante, pero no es la de término. Aún tengo mucho que estudiar y más intensamente que hasta ahora; mi desarrollo espiritual no se ha acabado. Me he de embarcar en la nave que Dios me ha destinado para atravesar el inquieto y azaroso mar de la vida. En la otra orilla de la eternidad me espera el Padre celestial. Pero, ¡alerta!; he de tomar mi buque, mi verdadero buque, para no zozobrar en los bajíos y ser capaz de desafiar numerosas tempestades. El título de bachiller tan anhelado está ya en mis manos; pero ¿para qué me servirá?; ¿qué carrera escojo?

El escoger carrera es uno de los problemas más graves de mi vida, porque no hallaré felicidad, no trabajaré con éxito, no aseguraré la salvación de mi alma, a no ser que elija con acierto mi carrera. Si no la escojo conforme Dios me lo dicta, la vida será un yugo demasiado pesado; la paz del alma (esa paz que no da el mundo, que sólo da Dios) la desconoceré. Si no me embarco en mi buque, fácilmente naufragaré en los escollos del mundo. Este momento es decisivo para toda mi vida: de él depende la tranquilidad de mi alma y puede ser que mi salvación. Si echo un pájaro al agua, perece: no es su elemento. Saco el pez al aire y morirá: debe vivir en el agua. Esto es evidente, así lo dice un adagio: «Tal hombre, tal puesto.» Por tanto, en la elección de carrera nunca he de perder de vista la voluntad de Dios.
Antes de todo, he de fijar un ideal a mi vida, y el ideal de la vida y la carrera del hombre no puede ir contra su fin supremo: somos de Dios, por Él vivimos.
Los ventanales de mi alma están limpios (los limpio a menudo), pero, a decir verdad, Dios no me llama a ser Ministro suyo; Él no me ha encontrado digno para ser sacerdote, lo cual no significa que no he de ser buen cristiano, apóstol y defensor apasionado de la verdadera fe. Mi ideal es éste: ser un gran ingeniero naval para ser luego un santo. Quizá sea atrevido y ambicioso, pero lo encuentro noble y, además, es un poderoso medio para llegar a ser algo. Cuanto más levante el vuelo de mi espíritu tanto más entusiasmo sentiré por conseguir mi ideal. Este presenta numerosas dificultades, pero no importa: los obstáculos sólo arredran a los cobardes, al hombre de carácter le incitan a nuevas luchas. Verdad es que sin éstas mi vida sería más cómoda; pero también es cierto que el nivel de ella bajaría, debilitando mi ánimo. Por esto siento afán de trabajar para Dios y la Patria, y estoy seguro de que la Providencia reserva a mis fuerzas una partícula del progreso que todavía está por hacer. No quiero ser astuto, quiero ser fuerte para que, pensando en algo atrevido y grande, y entregándome a ello con alma, vida y optimismo constante, consiga a lo menos gran parte de mi ideal.
Quiero ser un gran ingeniero naval: primero, porque siéndolo puedo servir a Dios y conseguir la gloria; segundo, porque la Patria lo necesita; tercero, porque me gusta y tengo ánimo; cuarto, porque puedo conseguirlo.
Servir a Dios es la principal misión que tengo en la tierra; pero otra es ser Apóstol. Siendo ingeniero naval puedo servir de amable guía en los negocios del alma a los descaminados obreros del arsenal o dique en que yo ejerza y atender con solícito amor a los intereses aun materiales de los mismos. La clase obrera está sometida en su mayor parte al yugo de prejuicios que los apartan de la fe e influyen haciendo nacer y crecer el descontento en sus filas. La cuestión social abruma como atmósfera pesada toda la vida presente. Entre las clases sociales siempre ha habido y habrá ciertas diferencias, pero la propaganda agitadora echa leña al fuego y procura, mediante la exasperación de los obreros, envolver en una llama roja al mundo entero. Nadie como el ingeniero joven de nobles ideales que vive entre sus operarios, que trabaja con ellos, que escucha sus quejas complaciente y les ayuda como amigo y como padre está en condiciones de mejorar el espíritu de la masa obrera. Por la misma índole de su carrera, el ingeniero trabaja con los obreros; por tanto, tiene cierta autoridad sobre ellos, que puede aprovechar para volverlos al recto sendero. La cuestión social no es en principio un problema económico, sino más bien de principios; por tanto, no podrá solucionarse hasta el día en que el obrero tenga de nuevo religión. El ingeniero que da ejemplo práctico de una vida religiosa contribuye en gran manera a la realización de un plan importantísimo: la reconquista de esos obreros para la Cruz. Esto puedo y quiero hacerlo.
Otra misión, que aunque tiene velo humano es divina, es el formarse una familia. Encontrar una compañera que sea mi descanso en las horas de fatiga, que esté dispuesta a seguir mi suerte, que sepa ser madre cristiana y educadora de sus hijos no es cosa fácil; pero, si Dios me ayuda, lo conseguiré. Quiero que mis hijos, si algún día Dios me los da, sean mejores que yo en todos los aspectos: éste es otro punto de mi ideal.

Mi Patria necesita ingenieros navales. España, país eminentemente marino, pues en la mayor parte de su silueta chocan las aguas de los mares, ha sido grande cuando las quillas de sus buques fueron muchas y respetadas. La gran época de preponderancia española viene definida por hechos navales: las hazañas de Colón y Magallanes, por una parte, y el desastre de la Invencible, por otra. Por todo esto, siendo ingeniero naval puedo cumplir mi tarea de colaboración a la grandeza de España. La construcción de nuevos buques, tanto de guerra como mercantes, es un problema de urgente resolución e ineludible para la independencia de nuestra economía. La flota mercante española es escasa y vieja; por tanto, se precisa construir barcos numerosos y modernos, y renovar todos aquellos que por su antigüedad son de antieconómica explotación. Nuestra marina de guerra es tanto o más pobre que la mercante: no tenemos un acorazado, los cruceros son pocos y no como deben ser (el mismo Canarias, tan estimado por los no enterados, no es práctico en la batalla por tener escasísima protección) y las demás unidades son escasas. Mi ilusión es construir esos barcos que necesitamos, pero dándoles un sello español; quisiera que ellos sean los amos del verdadero mare nostrum, el Atlántico. Ellos ayudarán a ser a España una, grande y libre; y yo cumpliré el sagrado deber de ser útil a mi Patria.
Me gusta ser ingeniero naval porque he soñado con ello; es mi ilusión y será el fin de mis estudios. Además, no he nacido para vago, y en el trabajo está mi elemento. Si Dios renueva mi ánimo, lo seré.
Puedo serlo, gracias a que Dios me ha dado suficiente talento para ello.
Siento gusto por las matemáticas y sus problemas prácticos; se me dan con facilidad. Me gusta el dibujo, y no lo hago mal. Las lenguas también las aprendo con relativa facilidad. Reúno, pues, las cualidades intelectuales necesarias para ser, con ayuda de una fuerte voluntad (que, aunque no la he conseguido por completo, la ejercito continuamente), un buen ingeniero: como quiero serlo.
El segundo punto de mi ideal es conseguir ser santo: esto todos lo podemos y debemos ser con la gracia de Dios, que no faltará. No es necesario, para conseguir la gloria, ser eclesiástico, sacerdote o eremita. En el santoral católico tienen su representante todas las carreras, y por la de ingeniero podré llegar a conseguir mi último fin.
Estoy, pues, seguro de cuál es el buque que Dios me ha designado para llegar a Él. Por muchos obstáculos. que se me presenten ¡llegaré! Empresa ardua, difícil… ; pero no importa.
La realizaré:
Porque es mi deber.
Porque tengo voluntad para realizarla.
Porque lo pide la Patria.
Porque Dios y la Virgen están conmigo.
¡Aquí estoy! ¡Por Dios y por España!
E. SENDAGORTA.
(Trabajo premiado por la Asociación de padres de familia del Colegio de Nuestra Señora del Pilar, de Madrid.)
El autor de este artículo fue Enrique Sendagorta Aramburu, antiguo alumno de la promoción de 1941. Quizás este nombre no os diga nada a la mayoría de vosotros. Enrique falleció en 2018 y hoy podemos decir sin lugar a dudas que alcanzó el ideal que se marcó con 17 años. Efectivamente, fue Ingeniero Naval, un buen ingeniero. Terminó también el doctorado un año después de finalizar su carrera en 1947. Se casó y tuvo seis hijos. Trabajó en múltiples empresas y fundó entre otras: SENER, Indunaval (Industrias Navales Valencia), Itasa, la Asociación Española de Constructores Navales y las refinerías Petronor. A lo largo de su trayectoria recibió numerosos reconocimientos como la Gran Cruz del Mérito Naval o la Medalla de Miembro de Honor del Instituto de la Ingeniería de España.
La vida de Enrique Sendagorta Aramburu nos enseña a todos que con esfuerzo, tesón, voluntad, y la ayuda de Dios y la Virgen, podemos alcanzar las metas que nos marquemos por muy elevadas que éstas sean.
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