Ir al Capítulo X

CAPÍTULO UNDÉCIMO

Muerte de un héroe y de un usurero

¿Qué había sido, sin embargo, de ellos? Apenas separados de la Niña, tuvieron por cierta la destrucción de esta carabela, lamentándolo la generalidad, sobre todo Martín Alonso, de cuyo magnánimo corazón no se apartaba la idea de que al verle llegar solo a España muchos achacasen la desaparición del Almirante a alguna añagaza suya, como ya durante el viaje se habían atrevido a insinuar algunos maliciosos marinos.

Este presentimiento, junto con el dolor de pensar que Colón, al perecer envuelto en la tempestad, hubiera lanzado sobre su inmaculada conducta alguna maldición, como lo tenía por seguro, sobre todo después del recibimiento que le había hecho en La Española, le torturaba sin cesar. Entretanto, no descuidaba vigilar la marcha de la carabela para que no se perdiese el fruto de tantos trabajos y penalidades. Siempre en el lugar que requería mayor atención, entregábase a una exagerada preocupación que le exacerbaba más y más sus internos sufrimientos, con grave detrimento de su salud. Todos habían advertido cómo desapareció de su fisonomía la ordinaria tranquilidad para dejar lugar a una melancolía palpable.

Notaba él mismo que sus fuerzas disminuían, y, sin embargo, no podía apartar de la mente aquella pesadilla: «Colón debió maldecirle en sus últimos momentos.» Presa ya de fuertes dolores físicos en su cuerpo, minado por males originados de aquella continua perturbación, llegó con los suyos a Bayona de Galicia en la noche del 4 de marzo.

Creído en la desgracia de Colón, escribió una carta inmediatamente a los Reyes, sus señores, dándoles cuenta de todos los accidentes del viaje, y cuando juzgó momento propicio para hacerse a la vela, se dirigió a su pueblo natal, a pesar de su ya desesperado estado de salud. La casualidad, o mejor, la providencia, hizo que llegase a este punto el mismo día que Colón, aunque unas horas más tarde, con lo que la alegría fue completa en todos los hogares.

Apenas si Martín Alonso pudo llegar a su casa con la ayuda de dos hombres que le sostenían. La alegría momentánea que le produjo la noticia de la salvación de Colón no fue suficiente a mejorar su salud, y al cabo de unos días de residencia en su villa natal, murió víctima de la terrible enfermedad que le produjo su pundonor caballeroso, a fuer de recto español, y los trabajos pasados en la mayor empresa que conocen los fastos de nuestra historia.

Dijimos que a la llegada de este preclaro héroe todos los habitantes de Palos de Moguer habían sentido inmenso contento. Mas no fue exacta la frase. Apenas Simeón tuvo noticia de ella, corrió a encerrarse en su asquerosa morada.

Sebástez, por el contrario, que no veía expresiones bastantes para adular por su bizarría a Rascón y Quintero, con objeto de obtener participación en sus ganancias, ya que la propia la diese por perdida, se encargó de mostrarles el escondite del astuto usurero.

Quisieron abrirlo; pero fueron inútiles sus esfuerzos.

— Sal, miserable -le gritaban-, a dar cuenta de tu engaño; mas él no respondía.

— Ten tu mapa y devuélvenos el precio que por él cobraste.

Mas el infame, que sin duda prefería la muerte junto a sus tesoros, a verlos disminuir en un maravedí, apenas respiraba. Viendo los engañados que eran inútiles todas sus pesquisas y ruegos, trataron de forzar la abertura de la trampa, mas únicamente consiguieron estropear su cerradura. Fue entonces cuando Simeón se dió cuenta del peligro que corría su existencia.

— ¿Qué hacéis, bandidos? -les gritó-. Me habéis imposibilitado toda salida.

— Así purgarás tus trapalonerías, usurero. -Y dejáronle abandonado a su suerte en aquel encierro, a pesar de sus gritos y palabras, casi imperceptibles al exterior.

Allí pereció víctima de su codicia y sus engaños.

Rodrigo, a quien habían llamado extraordinariamente la atención aquellas palabras pronunciadas por sus cómplices relativas a los mapas, preguntóles por su sentido, y como ellos se las explicasen, descubrióles también la deslealtad que había cometido con su protector Martín Alonso. Este descubrimiento, unido a la poca voluntad que sentían Quintero y Rascón de dividir sus ganancias con quien ya no tendría ninguna, les decidió a manifestarle que durante la travesía, desde el temporal a Galicia, se habían visto obligados a arrojar al agua todo peso, incluso el oro que llevaban, con lo que dió Sebástez por aguadas todas que sus esperanzas. Y hay quien dice que, desesperado de su situación, se marchó al Africa, donde apostató de nuestra religión haciéndose musulmán, castigo de sus iniquidades.

¿Qué era entretanto de Cristóbal Colón? Embriagado por el triunfo, apenas tuvo tiempo de ir a Sevilla a dar ya los primeros toques a una segunda expedición que pensaba efectuar a las tierras descubiertas. De paso por Córdoba tuvo ocasión de saludar y besar a sus dos hijos, Diego y Fernando, que estaban educándose en la hermosa ciudad andaluza.

De allí se dirigió por tierra a Barcelona, donde a la sazón estaba la corte, acompañado de cuantos productos nuevos traía del que ya se empezaba a llamar Nuevo Mundo, y, sobre todo, de seis indios, pues los restantes, o habían fallecido, o quedaban enfermos en Palos y Sevilla.

Su paso por las ciudades y lugares de España fue verdaderamente triunfal. Salían autoridades y pueblo a saludar a aquel benemérito servidor de los Reyes, y por todos lados era recibido con vítores y norabuenas de triunfador.

Llegó a Barcelona a fines de abril de 1493, donde todo estaba preparado para acogerle con la mayor prez y pompa.

El agradable clima de que disfruta la ciudad condal en esa época, era no poca parte para que el recibimiento resultase más brillante y acabado.

Ya para cuando llegaba a las murallas vióse rodeado de multitud de jóvenes nobles y caballeros principales.

Rompían la marcha del cortejo los seis indios que traía de los países descubiertos, adornados con las más preciosas galas, en sus tierras recogidas. Seguíanles multitud de productos indios llevados por compañeros de Colón, llamando la atención muy especialmente las raras aves de vistosos colores y algunas maderas de tintes variadísimos, como palo brasil y campeche, y cerraba la marcha Colón, ataviado con un precioso traje de terciopelo escarlata, a caballo, y rodeado de una comitiva de nobles.

img_5655

La ciudad entera parecía disputarse los lugares de mejor colocación para gozar de tan hermoso espectáculo. Hasta los aleros de los tejados, en algunos sitios, disfrutaban el honor de tener espectadores.

Esperaban los Reyes bajo un dosel de terciopelo recamado con profusos adornos de oro, y tenían a su lado al presunto príncipe heredero, don Juan, y lo más granado de la grandeza española. Llegó Colón, acompañado también de su cortejo, gallardo, triunfante, sobresaliendo entre todos los caballeros por su elevada estatura y arrogante mirada. Levantáronse los Reyes, y él trató de besarles las manos, después de arrodillarse; mas dudaron los soberanos si deberían aceptar aquel acto de vasallaje. Con notable diligencia alzáronle del suelo y mandaron que se sentase a su lado, alto honor sólo dispensado a personajes de sangre real. En esta posición escucharon de su boca el relato de cuanto había descubierto y observado en aquellos lejanos países, y por cierto que no debió desagradar a los regios oídos la plática de Colón, altamente instruído y de imaginación completamente meridional.

Acto seguido se dirigieron todos, Reyes, nobleza y pueblo a la real capilla, donde se entonó un solemne Te Deum en acción de gracias al Todopoderoso por el insigne honor que había otorgado a nuestra patria entregándole el secreto de tanta riqueza y numerosos pueblos. Piadoso espectáculo aquel que nuestros primeros Reyes, como nación española, ofrecían a la vista de su pueblo allí presente y a todos los españoles venideros, devolviendo únicamente a Dios la gloria de su más preciado beneficio.

Gozaba Colón en Barcelona los sucesivos días de las más altas distinciones reales, y era contado entre los raros personajes con quien se dignaba el rey don Fernando salir de paseo llevándole a él de un lado y a su hijo don Juan del otro. Disputábanse los grandes tenerle siquiera una vez a la mesa, y eran sus narraciones escuchadas con religiosa atención.

El cardenal Mendoza, uno de sus más caros amigos antes y después del descubrimiento, invitóle cierto día a que hiciese honor a su mesa. No pudo resistir Colón al requerimiento, y compartió con el purpurado la presidencia del banquete.

Ya había terminado la comida, cuando alguno de los nobles allí presente, o envidioso o mal intencionado, se atrevió a insinuar que no era un gran mérito haber descubierto aquellos apartados lugares del Nuevo Mundo, y que de no haberle deparado la buena estrella a Colón tal fortuna, otro cualquiera hubiera podido dar con los encontrados países.

Rieron algunos la ocurrencia y atrevimiento del cortesano, y Colón no quiso dar directa respuesta.

Pasados algunos instantes llamó a uno de los sirvientes y le indicó que le trajera un huevo sin preparación ninguna.

Obedeció el criado, y Colón, con sorpresa de los comensales, dijo:

— ¿Quién de ustedes, señores, se atreve a poner este huevo de pie sobre uno de sus extremos?

Creyeron todos sería una manera de pasar el rato el juego por Colón propuesto, y el huevo corrió de un lado a otro por manos de todos los circunstantes.

Dieron por terminada la distracción y exclamaron algunos:

— Eso es imposible.

— No tanto -replicó el Almirante; y tomando el huevo entre sus manos, dióle un golpecito en la mesa, con lo que se abolló levemente por un extremo sobre el que al punto lo colocó derecho.

Rieron todos la ocurrencia, y Colón, dirigiéndose al atrevido noble que antes se sirviera mortificarle:

— Señor -le dijo-. No niego que descubrir un nuevo mundo sea fácil; pero también lo era la ingeniosidad aquí propuesta. El mérito estribaba en advertir el modo de verificarla.

Si antes se rió mucho la pulla dirigida a Colón, no menos al presente la delicadeza con que el ofendido supo dar una lección. Terminada su estancia en Barcelona, dirigióse a Sevilla el Almirante. No se limitaron los Reyes Católicos a la mera confirmación de los privilegios anteriormente concedidos a su benemérito servidor. Aparte de los treinta escudos que le correspondieron en concepto de haber advertido el primero la presencia de tierra, otorgáronle permiso para tener a su lado a su familia, con pensiones adecuadas para ella, amén del privilegio de poder usar en su escudo las armas reales de un castillo y león, acuarteladas con aquellas que le conviniesen, a saber: un grupo de islas y la leyenda:

Por Castilla y por León,
Nuevo Mundo halló Colón.

Mandó Colón advertir de su fortuna a los dos hermanos que tenía todavía con vida, uno en Inglaterra, Bartolomé, y otro en Génova, Diego, y dirigióse a Sevilla a activar la prosecución de la segunda armada que pensaba dirigir.

Había, sin embargo, en la corte bastantes dificultades que vencer con motivo de la oposición que hacía a los descubrimientos, con su diplomacia, el Rey de Portugal, Juan II. Mas no le cedía en sagacidad el astuto Fernando el Católico, y empleando gráfica expresión, podremos decir que, «para cuando el rey de Portugal llegó, ya el de Aragón estaba de vuelta».

En efecto: don Fernando, apenas recibió el anuncio del descubrimiento, que Colón le mandó desde Lisboa, había enviado a Roma una embajada detallando cuanto sabía respecto al particular y pidiendo al Papa, que lo era entonces Alejandro VI, le confirmase la soberanía de las tierras descubiertas o por descubrir en la dirección de Occidente.

Poco después recibía avisos del rey de Portugal en que éste le decía que habría que cuidar no se confundiesen los intereses de los dos países por las tierras de los descubrimientos; pues los portugueses tenían en aquellas direcciones las islas más extremas anteriormente encontradas, a saber: las Azores, y, por consiguiente, podían también pretender en cierto modo a las regiones a estas islas cercanas.

El cauto Fernando el Católico propuso, con aparente cortesanía y deferencia, que el asunto se pusiese en manos del Papa, y, efectivamente, antes de que se discutiesen en Roma las pretensiones portuguesas, ya estaban resueltas con beneficio de Castilla y Aragón.

No dió su brázo a torcer Juan II, y sostuvo que la resolución pontificia no era equitativa, por lo que continuaron las dificultades entre España y Portugal, hasta que se firmó el tratado de Tordesillas en 7 de junio de 1494, según el cual pertenecerían a España las tierras que se descubriesen por la parte de Occidente, más allá del meridiano que pasa trescientas leguas de la isla más extrema de las Azores, y a Portugal los países situados hasta dicha línea.

Diéronse entonces amplios poderes. a Cristóbal Colón para la preparación de la segunda expedición, añadiendo a los que llevaba en la primera el título de Capitán general de la Armada.

Habían dispuesto los Reyes, cómo consecuencia de las grandes esperanzas que alimentaban respecto a las islas descubiertas y al entusiasmo que en toda España se había despertado para marchar a habitarlas, que se organizase en Sevilla un servicio, del que sería jefe don Juan Rodríguez Fonseca, arcediano de la catedral, y tesorero Juan de Soria. Organizóse el personal necesario y comenzó ya a funcionar aquel establecimiento que andando el tiempo había de dar tanta importancia a Sevilla con el nombre de Casa de Contratación.

La acción histórica continúa en el volumen «Dos AVENTUREROS».