Hace apenas una semana reproducía en este blog un artículo de Sebastián de Erice al producirse la muerte de Don Pedro Ruiz de Azúa. Quién me iba a decir a mí que unos días después sería yo quién escribiera un artículo similar por la muerte de Don Juan de Isasa. Hoy me siento perfectamente identificado con él. Los sentimientos son ahora muy parecidos; las impresiones, las mismas; la experiencia, igual de dolorosa; y la tristeza, igual de desconsolada.

No eran aún las once de la mañana cuando recibía por WhatsApp la triste noticia. Apenas unas líneas bastaban para trocar una tranquila mañana de sábado en un frío día de Enero. Ese frío en el alma que se produce cuando algo se rompe en tu interior. Y efectivamente, algo se había roto en lo más íntimo de mis recuerdos. Mecánicamente me vestí para salir. Mecánicamente, porque mi mente estaba muy lejos de mi habitación. El vivir a escasos metros del colegio me permitía presentarme poco después de las 11:30 en la puerta. La misma entrada de Castelló tantas veces franqueada en mi niñez y que en esa mañana de invierno me parecía especialmente triste y solitaria. A lo lejos se oían los gritos de los niños que participaban en las competiciones deportivas y algunos scouts merodeaban por la escalera de piedra donde los cuatro ángeles a los que cantara Guillermo de Orueta y Heredia desde las trincheras, me parecían aún más tristes y más silenciosos. Hay incluso quien afirma que cuando un marianista muere una lágrima se desliza por sus mejillas de piedra:

«Los pobres ángeles están mudos, y como no pueden hablar llevan un cartel en el pecho que nos dice lo que ellos no pueden decirnos. ¡Pobres ángeles mudos! ¡Con las ganas que tendrán de hablar como ellos lo saben hacer!»

Tras dar unas vueltas al colegio buscando alguien a quién preguntar, me decidí a dirigirme hacia la Capilla Gótica. Esa capilla de las grandes ocasiones de mi vida. La capilla de la primera comunión, en una cálida mañana de primavera; la capilla de mi boda en un día luminoso de Febrero; pero también la capilla del funeral por mi madre en un triste día de Junio. Efectivamente, era allí donde se estaba preparando la capilla ardiente. Los pocos marianistas que componen ya la comunidad entraban y salían, atareados, atentos a todos los detalles. Y yo, sólo en el patio central, esperaba el momento en el que se abriera la puerta. El patio estaba frío y solitario, desnudo y silencioso, como esperando a que el lunes los niños lo volvieran a vestir con sus risas, sus gritos y sus juegos. Mientras esperaba, me decidí a sacar el rosario de mi bolsillo, intentando que mi plegaria me ayudara a entender por qué Dios había decidido llevarse a Juan tan pronto; por qué el cáncer que le atenazaba desde hacía meses había ganado la batalla; eso no era justo.

Padre Juan de Isasa y González-Ubieta, S.M.
Padre Juan de Isasa y González-Ubieta, S.M.

Por fin llegó la hora de entrar. La capilla de piedra era hoy aún más gélida. Frente al presbiterio, colocado sobre un catafalco; flanqueado por tres parejas de cirios encendidos; y con la cruz y el cirio pascual, símbolo de la resurrección en la cabecera. Allí se encontraba el cuerpo inerte de Don Juan de Isasa. Descansando ya de tantas penalidades dentro de un sencillo féretro. Poco a poco bajaban los miembros más ancianos de la comunidad; Don Eliseo, historia viva del colegio, se acercaba a su hermano en la Compañía de María y colocando su mano sobre la fría frente musitaba una oración. Igual que a José Sebastián de Erice en aquella ocasión, a mí me maravillaba «el ejemplo estupendo de las congregaciones religiosas, en las que la muerte no es más que eso: la muerte; la subida al cielo; el premio al bueno.» «Una especie de «nota dorada» de toda la vida con 50 de conducta.» Pero al igual que quien fuera presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos, yo no era marianista y estaba muy triste.

En mis años de alumno, Don Juan era una figura inalcanzable. Era el director, y su presencia inspiraba aún más respeto que la de Don Vicente. Precisamente por esa razón, cuando hace unos años comencé con esta «locura pilarista» de escribir sobre la historia del Colegio me llenó de orgullo que fuera mi primer suscriptor y el primero en felicitarme por la iniciativa. Luego se sucedieron los correos electrónicos, las sugerencias, la historia de la «Casa de Génova 25» que yo le animaba a publicar, las correcciones, los proyectos para nuevos artículos,… . La última vez que le vi fue poco antes de las Navidades. Le estreché la mano, ya debilitada por la enfermedad, y me dijo: «Tienes que escribir sobre los Campeonatos Nacionales Escolares de 1955. Ese año lo ganamos todo y yo, además, te puedo pasar documentación.» Al final, la enfermedad se lo llevó antes de poder cumplir su deseo. Pero no se preocupe, Don Juan, usted tendrá su artículo sobre los Campeonatos Escolares, con o sin su documentación. Promesa de «Español, Hidalgo Valiente».

Padre Juan de Isasa y González-Ubieta, S.M.
Padre Juan de Isasa y González-Ubieta, S.M.

Siempre he pensado que existe un cielo para los «pilaristas» («En la casa de mi Padre hay muchas moradas», Juan 14:2). Es un cielo «neogótico», una estancia con recios muros de piedra, altos techos, grandes galerías, amplios ventanales y preciosas vidrieras de colores. A través de las ventanas contemplan a la Virgen del Pilar que mientras pasea por los patios sonríe amorosa a sus hijos. En el cielo de los «pilaristas» viven eternamente Don Luis Heintz, Don Clemente Gabel, el Padre Domingo Lázaro, Don Victorino Alegre, el Padre Armentia, el Padre Antonio Farrás, Don Agustín Alonso, Don Vicente, y tantos, y tantos otros. Están también los mártires del colegio, Miguel, Florencio, Sabino, Joaquín, Carlos, Juan, … Fidel Fuidio se entretiene excavando yacimientos celestes y mostrando a sus hermanos alguna cerámica neolítica que ha hallado al excavar alguna nube. Los «pilaristas» de a pie tendremos que pasar primero una temporada larga en el purgatorio antes de que nos dejen entrar. Pero los marianistas… esos suben al cielo como un cohete.

Don Juan habrá llegado ya a las puertas y estará esperando que Aniceto le abra la gran verja de hierro. Dios le habrá dicho a «Miryam de Nazaret», como tituló el libro que le dedicó a la Virgen: «María, ahí tienes a tu hijo» y volviéndose a Juan, le dirá: «Juan, ahí tienes a tu madre» y entonces él se acercará a ofrecerle ferviente sus votos, como dice nuestro himno. Desde allí arriba seguirá velando por el colegio y por los «pilaristas», leyendo el blog y quién sabe… quizás jugando al hockey. Pero mientras, aquí abajo, nosotros nos quedamos un poco huérfanos y muy tristes.