En estos días calurosos del verano comparto con vosotros la redacción de uno de los más brillantes alumnos de último curso de la promoción de 1913. La narración hace referencia a una acción de caballería en las inmediaciones de la ciudad de Melilla, en el Protectorado Español de Marruecos. Aunque suponemos que se trata de una acción ficticia, perfectamente podría narrar uno de los enfrentamientos encuadrados en los preliminares de la Guerra del Rif. A pesar de que el autor tampoco lo especifica, los protagonistas de la carga de caballería que describe pudieran ser los soldados del Regimiento Alcántara que desde Septiembre de 1911 se encontraban en Melilla y que diez años después escribirían una de las más gloriosas páginas de nuestra historia en el desastre de Annual. Pero eso ya es otra historia…
Respecto al autor, nuestro compañero Hernán Martín de Barbadillo y Paúl, Conde de San Félix, general togado del ejército y Cruz de Honor de San Raimundo de Peñafort, sólo comentaros que fue alcalde de La Coruña en 1937 y hermano de Tomás, del que ya hemos hablado en otras ocasiones. Actualmente, su figura está, desgraciadamente, denostada y perseguida por la ley de la «desmemoria histérica».
Por último, indicaros que para ilustrar este relato he recurrido a algunos de los cuadros de Augusto Ferrer Dalmau en los que se muestran las acciones del Regimiento Alcántara. Espero que disfrutéis de esta composición literaria incluida en la revista Recuerdos del curso 1912-1913.
EL PRIMER COMBATE
Querido amigo: Ya me tienes en Melilla, dispuesto a emular las épicas hazañas del Cid.
Pero a pesar de mis buenos deseos, la primera vez que entré en combate todo mi ser se rebelaba, y noté dentro de mí una desagradable sensación de….. miedo. Pero acudí a la voluntad y, haciendo esfuerzos sobrehumanos, logré dominarme; además creo que era yo casi el único novel entre los oficiales que iban en las columnas y, francamente, no quería hacer un papel ridículo, sin contar que siendo mis soldados bisoños en su mayoría, les hubiera causado un efecto deplorable verme a mí poseído por el terror.

Estábamos en un repliegue del terreno esperando un momento oportuno para entrar en combate, cuando un oficial de Estado Mayor nos comunicó la orden de iniciar una carga.
Salió nuestro escuadrón del repliegue, sonaron los clarines, y nos precipitamos en dirección a los moros. Breve espacio teníamos que recorrer para llegar hasta el enemigo, el que por no tener artillería no pudo contener nuestro avance.
Como nuestra carga era lo que iba a decidir el combate, con grandísima atención era seguida nuestra marcha por el Estado Mayor y por casi todos los oficiales y soldados, que no podían maniobrar para no entorpecer nuestro movimiento. Entonces me pareció que recogíamos la herencia de un pueblo de héroes, y me creí continuador de las hazañas de nuestros abuelos contra sus enemigos seculares. Me acordé de que los periódicos de una nación vecina habían puesto en tela de juicio el valor legendario del Ejército Español, y noté que mi sangre me quemaba bajo la piel, y me dispuse a morir si era necesario para que el honor militar de España no fuese mancillado.

A kilómetro y medio próximamente, empezaron a disparar los moros; la primera bala que silbó cerca de mi cabeza me obligó a bajarla con un movimiento involuntario, pero luego me acostumbré ya a aquella música para mi desconocida.
Momentos después, un viejo sargento que iba a mi lado cayó, atravesado el pecho de un balazo. Luego ya no sé ordenadamente lo que pasó. El coronel se vuelve, nos arenga, las balas empiezan a producir claros en nuestras filas, en seguida un remolino en el que se agitan moros y españoles, un confuso vocerío, tiros a quemarropa, sables que silban en el aire, semejando plateadas sierpes para abatirse después sobre una cabeza y hendirla. En aquel momento sucedió en mí a la desazón que me embargó anteriormente una tranquilidad, que aun ahora me pasma, pues no parecía sino que me hallaba viendo representar alguna movida pantomima.

De pronto se trocó aquella tranquilidad en un furor del que yo me creía incapaz. Un soldado levantó su sable contra un rifeño próximo, el que poniendo su fusil a modo de escudo, evitó el golpe, se escapó el sable de la mano del soldado y entonces el moro; al verle inerme, le acometió con la cimitarra. Entonces estalló todo mi furor. Me dió tal coraje el ataque del moro al indefenso soldado, que echando mi caballo contra el cuerpo del alevoso moro y levantando mi sable, le dí tal golpe, que el desgraciado cayó hacia atrás, dirigiéndome tal mirada de odio y cerrando su mano derecha con tal energía, que aun ahora me produce escalofríos el recuerdo de aquella escena tan cruel como necesaria.

Después de esta impresión puede decirse que perdí la cabeza; el gesto del moro causó en mi espíritu una mezcla de valor y espanto que se tradujo en mi cuerpo por un espasmo nervioso, en el que al mover las piernas hundí las espuelas en los hijares del caballo. Éste, al sentir aquel aguijonazo, dió un salto y me introdujo en lo más recio de la refriega. Allí empecé a descargar golpes a derecha e izquierda acometido de un verdadero delirio de matar.
Huyeron los enemigos ante la pujanza de nuestra carga, y media hora después los clarines tocaban a formación. Entonces, y ya más tranquilo, pude observar que tenía una herida en el costado izquierdo que, aunque no grave, me molestaba bastante.

Cuánta vida perdida, en la edad en que el hombre empieza a devolver a la sociedad los beneficios que de ella ha recibido; cuántas familias anegadas en llanto a causa de este combate; cuántos padres desgraciados haría esta batalla; de cuantas madres habrá huído para siempre la alegría a causa de este incidente de la guerra.
Es posible, querido Juan, que te sonrías al ver a tu alegre amigo filosofar de esta manera, pero sí, mi querido amigo, mucho ha lastimado a mi espíritu frívolo, la matanza que presenció ayer.
Sabes que te quiere tu amigo,
Hernán de Martín Barbadillo.
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