Hace unos días, curioseando en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional me encontré con un artículo escrito por D. Luis Heintz, el primer director del colegio, en la Revista General de Enseñanza y Bellas Artes del 1 de Junio de 1911.

Me pareció una reflexión tan avanzada y tan aplicable a los tiempos actuales que no me resisto a compartirla con todos vosotros. Este artículo explica perfectamente el talante y el carácter propio del colegio en aquellos primeros años, y que se ha intentado mantener hasta nuestros días dando un particular signo de identidad a la pedagogía pilarista. Espero que disfrutéis de la lectura.

La Educación del Ciudadano en el Niño


Ramón Ramírez de la Rabanera era un tipo originalísimo como su nombre. Viejo profesor retirado, encanecido en el rudo oficio de la educación, llevaba ahora una vida tranquila entre sus rosales, sus abejas y su chifladura favorita: cavilar entre las aureolas de su cigarro. ¿Qué cosa podía soñar ese pulcro y simpático vejete en el ocaso de la vida? A esta pregunta contestaba irremisiblemente: Chocheces. Más de un curioso se esforzaba en adivinar algo de lo que hervía en esa monda y lironda calva, cuyo único adorno lo constituían unas gafas prehistóricas cabalgando en el borde inferior de su aguda nariz, y cuatro pelos, con pretensiones de tupé, olvidados por los años encima de la frente. La mejor ocasión para penetrar en los arcanos del buen señor, era acompañarle cuando visitaba algún colegio de la capital. Esas visitas le rejuvenecían. Ver a los muchachos brincando en los patios o inclinados sobre los libros en clase, enternecía al anciano, y entonces charlaba más que un abogado. ¿Os figuráis acaso que sacaba a relucir los antiguos tiempos criticando lo de hoy, ensalzando lo de ayer? Viejo estribillo es éste, y muy propio de la edad caduca. D. Ramón era de otra cepa, y aquí precisamente salió a luz el fruto de sus eternas cavilaciones. ¿Que no estaba conforme con mucho de lo que veía? Lo confesaba con ingenuidad, pero con tanto tino y delicadeza que nadie podía darse por ofendido. Las magníficas filas; el impecable alineamiento de los alumnos desfilando de a dos; la intachable disciplina externa que veía en algunos colegios y que eran el orgullo de sus directores, a él le entusiasmaban muy poco. Eso, decía, prueba un personal concienzudo y amigo del orden, pero eso sólo no es educación.

– Y usted, ¿qué educación desea, D. Ramón?

– Pues la que no comprime a los muchachos entre las férreas disposiciones de un código colegial, sino que respeta sus iniciativas, enderezándolas y acomodándolas a los tiempos y circunstancias actuales. Y no sólo sus iniciativas, sino su alma, su temperamento, sus facultades, han de adaptarse a nuestros tiempos, sin perjuicio, naturalmente, de los principios esenciales e inviolables de religión y de moral. Esas ideas no son mías; otro, algo más viejo y bastante más listo que yo, ya las estampó en un tratado famoso: De eruditione principum. Santo Tomás de Aquino se llamaba este pedagogo, y él fue quien escribió esta frase singular, especialmente tratándose de su época: «Educar es preparar el porvenir, no por diferencia, sino por semejanza», frase que yo traduzco por esa adaptación prudente de que acabo de hablar.

Y ya en este capítulo favorito suyo, continuó:

Luego un profesor de hoy debe ser un hombre de orden, saber perfectamente sus asignaturas, explicarlas con toda claridad y conseguir así triunfos en los exámenes de Instituto y de la Facultad. Pero eso, que en tantos colegios es lo principal, es, en mi concepto, muy secundario. Lo principal consiste en provocar la reflexión de los alumnos, despertar su inteligencia y su corazón, avivar su conciencia moral: programa general tan sólo, ya que todo eso es aún muy vago.

– ¿Vago?

– Si, porque ese programa es propio de todas las edades. Pero la educación verdadera es obra de detalles, de precisión. No trabaja sobre las almas en general, sino sobre las de nuestra época, de nuestra nación, y, si me apura usted, diré las de nuestra provincia y de nuestra ciudad. Verdad de Pedro Grullo me parece pretender que no se educa a un madrileño como a un gallego, a un andaluz como a un catalán. Cada región tiene sus cualidades y sus defectos, que el educador verdadero debe conocer para utilizarlos en su empresa.

– ¿Pero eso de la adaptación?…

– Ya llego a ella. Es evidente también que no hay una moral al uso de los españoles, diferente de la de los franceses, alemanes, americanos, ingleses o chinos; pero hay la adaptación. Dentro del mismo catolicismo no se enseña de la misma manera, ni con idénticos métodos y aplicaciones en las Universidades europeas, en el centro de África, en el Far-West americano y las islas antropófagas de Oceanía. Los principios fundamentales y esenciales son los mismos; lo que varía es su adaptación a las exigencias sociales y políticas de las naciones, pueblos o tribus.

Don Luis Heintz. Primer director del colegio.
Don Luis Heintz. Primer director del colegio.

Adaptar la moral no es adulterarla, ni disminuirla, ni siquiera modificarla; es hacer obra de sentido común, para que la moral produzca el máximum de frutos en las almas en medio de las diversísimas circunstancias en que éstas se hallan.

– Cuidado, D. Ramón; eso ya es más bien lo del programa general y vago.

– Pues, para no dejar nada en la vaguedad, hagamos la aplicación a España. España es, en la actualidad, una Monarquía. Note usted que no hablo de preferencias personales, sino que sólo consigno un hecho que nadie puede negar.

Digo, pues, que en España la mayoría de los españoles tienen preferencia para la forma monárquica de Gobierno. Al lado de ellos hay otros que abominan de ella y la combaten. Unos y otros, además, están divididos en partidos diversos: liberales, conservadores, carlistas, integristas, etc.

En ese mare magnum de opiniones, ¿qué hará el educador?

¿Apoyará ruidosa o sordamente a unos en contra de otros? ¿En qué cabeza cabe eso?

¿Prohibirá en absoluto mentar esas divergencias entre sus alumnos? Es un sistema que tiene apreciables ventajas: la tranquilidad del profesor, desde luego.

Pero ¿basta esto a la sociedad? Con este sistema el muchacho saldrá del colegio sin haber recibido, ni en germen siquiera, virtud alguna de las que constituyen el futuro ciudadano.

En el seno de una sociedad que se transforma y en donde se entrechocan libremente las opiniones más encontradas, el joven será intolerante, porque no le han enseñado la virtud de la tolerancia. Conservará sus ideas con terquedad, con pasión quizás, condenando las adversas. No sabe, no puede saber que en las opiniones del adversario hay ideas justas y buenas, a las que, si no las adopta, tiene cuando menos el deber de respetar.

En el seno de una sociedad en que la lucha de clases es encarnizada, é! defenderá con violencia a los suyos, a su partido, a su casta. No le han enseñado que la élite a quien incumbe dirigir la vida social, no la constituye el nacimiento o la fortuna, sino el mérito personal y los servicios prestados; hasta ignora que las clases no deben destrozarse, sino ayudarse mutuamente.

En el seno de una sociedad en que la autoridad anda por el suelo sin más sostén que la fuerza bruta, él tampoco tendrá el respeto de la autoridad. Con la mayor frescura calificará de ladrones o de farsantes a los representantes del Poder. ¿Y cómo no? Nadie le ha enseñado el sagrado principio de que toda autoridad procede de Dios, y confunde lastimosa, pero fatalmente, la autoridad, siempre respetable, con los yerros y faltas de sus representantes.

En el seno de una sociedad en que muchos aborrecen al catolicismo como religión de intolerancia, de inercia, de pasividad, de violenta oposición a cuanto hay de grande y hermoso en las aspiraciones modernas, él arrastrará una vida insignificante, interesada y egoísta, que justificará a los ojos del vulgo los ataques al catolicismo. No le habrán enseñado que el catolicismo es una vida, una comunión con Cristo; que esta comunión exige esfuerzos e infunde a los católicos la fuerza de regenerar el siglo actual como regeneraron los siglos paganos y medioevales. Se le habrá enseñado un catolicismo amorfo, truncado, sin alma ni vigor, que abandonará pronto, para vegetar, él también, en la insulsa apatía corriente. En una palabra, se ha descuidado en absoluto la formación cívica del niño.

Y pregunto ahora a todo educador consciente de su función social y de su deber patriótico:

¿Consiente usted en lanzar todos los años en la lucha mundial seres intolerantes, tercos y descontentos, cuya existencia toda se pasará en deplorar los males presentes, pero incapaces e impotentes de mover la mano para remediarlos?

Atónito me había dejado el inusitado calor del enérgico viejo. Para rematar la suerte le pregunté:

– ¿Qué debe, pues, según usted, hacer hoy el educador en España?

– Reducido a forma didáctica, eterna muletilla de nuestro pedantismo profesional, lo siguiente, salvo mejor parecer:

  1. Imponerse ante todo a sí mismo la obligación de conocer y practicar las virtudes cívicas que ha de inculcar luego a sus alumnos; después cultivarlas, enseñándolas y haciéndolas estimar.
  2. Lejos de ahogar las divergencias de opiniones, dejará que se produzcan, pero cuidando de que no degeneren en estúpidas riñas. Conseguirá esto haciendo ver a sus niños que todo no es malo en las ideas de los que no piensen como ellos, y que hay que; tolerarse y amarse, a pesar de sus opiniones encontradas. Alguna vez sufrirá el orden y la disciplina; habrá discusiones, exageraciones y hasta arrebatos. Pero habrá vida en el colegio y singular mérito en canalizarla.
  3. Hará comprender a sus discípulos que la verdadera nobleza y la verdadera distinción no nacen de un título, de un privilegio, de la fortuna. Hará que las aprecien dondequiera que se manifiesten, aun en las más humildes clases sociales.
  4. Será ingenioso en hacer respetar la autoridad, poniendo sumo cuidado en que distingan, y distinguiendo él mismo en sus palabras y acciones, el principio sagrado de autoridad de las equivocaciones y desaciertos de los representantes de ella.
  5. No consentirá en que los muchachos de su colegio se contenten con las prácticas externas del catolicismo mandadas por el reglamento. Hará nacer en sus almas la preocupación religiosa; les enseñará cómo se lee el Evangelio, cómo se halla en este libro incomparable la colosal figura del Maestro, figura viviente, que exige que se conozca y practique su doctrina a fin de que obre como fermento en la masa del desvencijado mundo actual; hará de ellos apóstoles que se lanzarán con el entusiasmo de sus años juveniles a la conquista de la sociedad contemporánea.

Y el buen viejo, rectificando el equilibrio de sus gafas, comprometido por los gestos enérgicos con que subrayaba las últimas afirmaciones, se fue, dejándome sumido en mil reflexiones.

Allí te dejo, querido lector, con las tuyas propias. Tú dirás sí anduvo muy equivocado el anciano maestro de escuela.

LUIS HEINTZ [1]

Notas del Editor:

  1. Luis Heintz y Loll (Colmar 1886 – San Sebastián 1934): Gran aficionado a la espeleología, obtuvo el doctorado en ciencias el 11 de abril de 1908 en la Universidad Central, con la lectura de la tesis “Espeleología: estado actual de la espeleología, la espeleología en España, la espeleología en Álava. Fundador y director del colegio de Nuestra Señora del Pilar de Madrid desde 1907 hasta 1924. Director del colegio de los marianistas de Vitoria desde 1925 hasta 1930.