Después de un breve paréntesis, vuelvo a compartir con vosotros estos artículos. En esta ocasión se trata de una narración escrita conjuntamente por las mejores plumas de bachillerato del curso 1913-1914, que nos traslada al Madrid medieval.
La toma de Madrid o Álvaro el mozárabe
I
Gran frío reinaba aquel día en Majoritum (sic) y sus cercanías. Un fuerte viento que soplaba del Oeste hacía tiritar a Álvaro que, sentado en una gran piedra, cuidaba de un numeroso rebaño. Una tosca piel de oveja cubría su cuerpo protegiéndole contra los ataques del invierno; calzaba pobres sandalias, mientras un gran turbante ceñía su hermosa cabeza.
Pronto se levantó y dirigiendo su rebaño por las Puertas de Moros, Cerrada y de Guadalajara llegó a la del Balnadú en cuyas cercanías cobijó su ganado en un redil algo escaso.

Libre de esta preocupación se dirigió por la Cuesta de Santo Domingo a la Puerta Priora, y penetrando allí en la ciudad llegó pronto a su casa donde cogió dos cántaros o alcuzas y con ellos se fue al Manzanares en busca de agua. Así que hubo llenado sus cántaros iba a partir, cuando un hombre que allí estaba, algo escondido entre malezas, le dijo:
-¡Una limosna, por Dios!
A lo que Álvaro temeroso, contestó:
-Aquí no os podré complacer; pero venid a mi casa y os socorreré.
Pronto se dio cuenta Álvaro de que el desconocido carecía de turbante sin el cual no podría penetrar en la ciudad. Lamentándose estaban de este contratiempo, cuando de pronto distinguieron que vogaba un cuerpo por el río. Acercáronle a la orilla y observaron con estupor que el tal era un cadáver. Su estupor convirtióse no obstante en alegría al ver que el ahogado llevaba un turbante con franja negra, distintivo necesario a los mozárabes madrileños. Púsoselo el desconocido y ambos se dirigieron a la ciudad.
Durante el trayecto supo Álvaro que su acompañante se llamaba Alfonso, que era de clase elevada, y que había huido de León, donde a la sazón reinaba Sancho II el Fuerte, después de haber usurpado el trono a su hermano; pues comprenderá el lector que nos hallamos en tiempos de la Edad Media. También logró adivinar que su acompañante estaba dominado por alguna honda pena.
Atravesada la Puerta Priora, burlando la vigilancia de los centinelas, llegaron a casa de Álvaro holgándose mucho su padre de tener en su domicilio a un cristiano que le podía dar extensas noticias de tierras castellanas para él tan estimadas.

Durante la cena frugal con que Alfonso fue obsequiado por sus huéspedes, pudo saber cómo en Toledo reinaba un taifa, Almamún de nombre, de quien nada podían temer los cristianos, razón por la cual decidió partir para aquella ciudad al día siguiente.
Antes de despedirse de Álvaro le entregó un pergamino aconsejándole no lo descubriese a nadie hasta que viera otro del todo igual.
Luis Bugallal [1]
II
Honda impresión produjeron en Álvaro la persona de Alfonso, sus palabras y el extraño regalo que al partir le hiciera.
¿Por qué no había de enseñarlo?… Si él supiera leer,… Si estuviera allí su hermano Diego… Pero se encontraba muy lejos… Se lo contaría a su padre… Tal vez fuera Alfonso algún hechicero… Acaso un galeote fugado. En esta angustiosa meditación se hallaba sumido una mañana, guardando sus rebaños, cuando oyó que le llamaban. Volvióse extrañado y más al ver dos corchetes [2] que le ponían la mano en la espalda diciéndole; «Daos preso.»
No opuso Álvaro resistencia alguna, y mientras le llevaban camino de Majoritum (sic), preguntó a sus aprehensores el motivo de su tan inesperada captura.
Estos le dijeron que habiendo sido encontrado cerca del Manzanares el cadáver de un mozárabe en el mismo lugar y sitio en que él había sido visto el día anterior, había sido ordenada su prisión por su propio padre, como merino [3] que era de los mozárabes.
Compareció Álvaro ante D. Santiago, su padre y negó ser el autor del crimen que se le imputaba. Mas, estrechado a preguntas confesó haber quitado el turbante al siniestrado para entregárselo al extranjero. Con esto crecieron las sospechas. Era D. Santiago hombre esclavo de su deber y dispuesto siempre a sacrificar sus afectos en aras de las leyes. Por una leve falta había condenado al destierro a su primogénito, Diego, y ahora, en vista de las incertidumbres que ofrecía el caso de Álvaro, ordenó se le sometiera a la prueba del agua hirviente.
Llenóse inmediatamente una caldera de agua, casi hasta los bordes, y luego de hacerla hervir ordenóse a Álvaro sacase del fondo del recipiente unos guijarros. Metió el acusado la mano derecha y sacó una piedra sin que su cara demostrase sufrimiento. Vendáronle cuidadosamente y colocaron los sellos sobre el vendaje para que no pudiera ser levantado antes de los nueve días que señalaban las rúbricas. Si al cabo de este tiempo no mostraba señales de quemaduras, el cielo declaraba que Álvaro era inocente.

Pasaron los nueve días y Álvaro se presentó a sus jueces en actitud humilde. Inmediatamente le retiraron las vendas.
El brazo tenía grandes ampollas, prueba evidente de la culpabilidad del hijo del Merino. ¡Así se condenaba muchas veces en aquellos bárbaros tiempos a multitud de infelices! Sin embargo, como no era del todo clara la entera culpabilidad de Álvaro, no fue condenado a muerte, sí a graves penas, y lo peor de todo, a no volver a pisar el suelo de la casa paterna. Sólo una persona se apiadó de él: Fr. Andrés, abad de la parroquia de San Ginés, que le decía:
-La providencia y el tiempo te harán justicia. Confía en Dios y él te dará la felicidad perdida.
Ramón Pastor [4]
III
Gran gentío se agrupa en la plaza. Un juglar parecía haber llegado. La gente hacía corro, gritando algunos:
-Que cante, que cante.
El juglar comenzó:
-Las huestes del Rey Alfonso
Han pasado el Guadarrama;
A esta plaza se dirigen
Y antes sus puertas acampan.
Asaltos, rudos combates
Se han de presentar mañana;
Desde ese día ¡qué dicha!
En mi morada apartada
Al ver huir a los moros
No pensaré en mi desgracia.
Algunos árabes allí presentes iban a arrojarse sobre él, pero Diego dio por terminado su romance. Tras una breve pausa la multitud comenzó a aplaudir.
El juglar iba ya a retirarse seguido tan sólo de algunos chicos, cuando Álvaro, que era de sus oyentes, le dijo en voz baja:
-Amigo; yo tengo un pergamino igual al que ostentas en el extremo de tu bordón.
-¡Álvaro! Tal fue el grito que por toda respuesta dio el juglar. Luego de abrazarse, se explicó:
-El Rey Alfonso me envía a decirte que quiere apoderarse de Madrid y necesita tener alguna ayuda dentro de la plaza.

-¿Vives con D. Alfonso?
-Si, soy uno de sus escuderos más apreciados. Él fue quien cenó en nuestra casa y quien te dio el pergamino.
Álvaro no salía de su asombro.
-¿Has estado con nuestro padre?
-Si; mas me dijo me ausentara y no entrara allí sin haber recuperado antes mi nobleza. De veras que me chocó no verte allí.
Refirióle Álvaro su triste historia y consoláronse mutuamente, esperando poder pronto volver a la gracia paterna.
Días después Majerit estaba sitiada por las tropas de Don Alfonso.
El alcaide Ben-Giafari había ordenado que todos los mozárabes salieran fuera de la ciudad o que los que se quedaran dentro entregasen todas sus armas.
Álvaro, que en su triste suerte se había visto obligado a entrar al servicio del alcaide, pudo seguir en su palacio, lo que le fue de mucho provecho.
Francisco Martínez [5]
IV
Un día, como de costumbre, Álvaro encontró en la torre de San Ginés una flecha, y en sus plumas un pergamino que el Abad Andrés le tradujo oralmente:
«Hermano Álvaro: procura tener abierta a la tercera vigilia la poterna de la plaza. Te saluda el Rey que pronto has de ver. Tu hermano, Diego.»
No encontró el requerido grandes dificultades para tener abierta la poterna a la hora indicada, o de media noche, pues las escaramuzas habían cesado y la vigilancia estaba por este motivo algo relajada.
Poco tiempo hacía que Álvaro esperaba cuando oyó pasos no muy lejanos: volvió la cabeza hacia donde percibió el ruido y vio tres guerreros envueltos en sendas capas negras para impedir los reflejos de las armaduras. Uno de ellos se echó en los brazos de Álvaro: era Diego.
Pasaron a la ciudad y tras breve carrera llegaron a la torre de San Ginés; un centinela divisó los bultos, pero antes de darle tiempo a producir cualquier señal de alarma fue atravesado por la espada de un cristiano.

En tal momento resuenan fuera de la plaza clarines y tambores: los sitiados acuden a las murallas, siendo recibidos por una nube de flechas. Una estridente voz de mujer gritó desesperada:
-¡Allí! ¡Allí! ¡En la torre de San Ginés!
Todas las miradas se dirigieron a la torre, en aquel momento iluminada por la rojiza luz de una antorcha que permitía ver cómo cinco caballeros escalaban con gran rapidez los muros. Quien sostenía la tea no era otro que el juglar que alguien había visto en casa de D. Santiago Ramírez. Una turba se dirigió a su vivienda.
Poca resistencia pudo oponer el anciano, enfermo e indefenso como estaba. Fueron derribadas las puertas y su casa invadida por la multitud.
Encontráronle tendido en su lecho de dolor. Un moro de torva mirada desenvainó su alfanje que brilló amenazador en el espacio… mas en el momento precioso en que el arma quiso hundirse en el pecho del anciano, dos vigorosos brazos detuvieron el golpe; eran los de Diego y Álvaro . Pero no venían solos; acompañábales D. Alfonso VI que, delante del Merino devolvió a Diego su honor perdido, y explicó la obra de misericordia de Álvaro.
Ocurrió esto en la primavera del año 1083 después del Nacimiento de Cristo.
Saturnino Santos [6]
Notas del Editor:
- Luis Bugallal Yravedra: Promoción de 1915. Abogado.
- Agente de la justicia que se encargaba de prender a los delincuentes .
- El merino era un cargo administrativo existente en las Coronas de Castilla y de Aragón y en los reinos de Navarra y de Portugal durante las edades Media y Moderna.
- Ramón Pastor Mendivil: Promoción de 1915. Abogado y periodista. Director del ABC desde 1946 a 1952.
- Francisco Martínez Ruano: Promoción de 1915.
- Saturnino Santos Gutiérrez: Promoción de 1915. Arquitecto.
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