Esta semana os muestro una composición literaria de Fernando Marín y Hervás. Fernando, pertenecía a la promoción de 1917 según el anuario de 1969 y, pasados los años, se convirtió en juez instructor y posteriormente, en magistrado de la Audiencia de Madrid.
En esta narración el joven autor nos cuenta la historia del arrepentimiento de un criminal. A juzgar por el tema escogido, parece que desde muy joven le atraía el mundo de la delincuencia. Tampoco nos debe sorprender que el protagonista sea un anarquista. En esos años este tipo de violencia inquietaba a la mayoría de la población. Dos años antes habían asesinado al Presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, en la Puerta del Sol; en 1906, otro anarquista había atentado contra Alfonso XIII, asesinando a 24 personas; y unos años después de la redacción de este artículo, en 1921, otro grupo de la misma ideología asesinaría a pocos metros del colegio al Presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato. Sin duda alguna, todos estos hechos causarían una honda impresión en los estudiantes de aquellos años.
Espero que os guste la composición.

UN REMORDIMIENTO
Era una mañana hermosa del mes Mayo. El sol brillaba con sus más vivos resplandores, y la Naturaleza sonreía acariciada por sus benéficos rayos.
La plaza principal de N. estaba ocupada por una abigarrada muchedumbre, propia del día festivo. De aquí para allá corrían los jóvenes con rosas tempranas en los ojales de las solapas y los niños jugaban bajo la tutela de sus padres. No se veían más que rostros risueños.
Sin embargo, un observador perspicaz hubiera descubierto una persona que se destacaba de tan alegre cuadro.
Apoyado en el dintel de una puerta se hallaba un hombre de unos veinticinco a treinta años, de tez morena y ojos negros, lo mismo que el traje. En sus labios vagaba una sonrisa, mas no de alegría inocente, sino de malignidad. Ese hombre era Juan, nombre que daremos al protagonista de este verídico relato. Tenía ideas anarquistas y natural inclinación a la poesía; pero como son ambas cosas incompatibles y en él dominaba la primera, había logrado, venciéndose a sí mismo, extirpar de su corazón todo sentimiento de lo bello.
-¡La policía! ¡Siempre la policía! -dijo con acento de desagrado-. De las tres bombas que puse el año pasado sólo una estalló y apenas hubo cinco heridos. Las otras dos fueron recogidas por los encargados del llamado Orden público.
Y después de mirar el reloj, atravesó la plaza y un cuarto de hora más tarde se encontraba en las afueras de la población.

Escondióse en esto el sol tras una nube parduzca y se desencadenó un furioso vendaval que dispersó rápidamente a los paseantes. Cayeron unas gotas gruesas, y un segundo después brilló un vivísimo relámpago, seguido de un horrísino trueno, comenzando a llover torrencialmente. Juan tuvo que refugiarse debajo de un tejadillo y aguardar a que pasase la nube; mas su carácter impaciente le impidió estar mucho tiempo quieto, y así que amainó un poco, empujó una verja de hierro en la que no había reparado hasta entonces. Vióse en medio del cementerio, cuya era la puerta. Cualquiera otra persona se hubiera sobrecogido al encontrarse de improviso en el sagrado lugar; mas, ¿qué impresión podía producir la mansión de la muerte al que estaba acostumbrado a despreciarla?
Empezó a pasear nuestro héroe por las solitarias avenidas, con la indiferencia del que recorre un jardín, hasta que cansado sentóse sobre una losa de mármol blanco. Por mera curiosidad miró el nombre del que allí dormía el sueño eterno y, ¡cuál no sería su sorpresa al ver que aquél era el sepulcro de su madre! ¡Muerta por las heridas que le produjo la explosión de una de sus bombas un año antes!
Quedóse Juan un rato con los ojos fijos en la inscripción, hasta que cansado se durmió profundamente.
FERNANDO MARÍN Y HERVÁS.
(5.º año.)
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