En esta ocasión, os traigo una composición literaria sobre la conocida fábula del ratón de ciudad y el ratón de campo. Esta historia cuyo autor es el griego Esopo, sirvió de pretexto para el lucimiento de José Luis Tovar Bisbal, antiguo alumno de la promoción de 1915 y que después se convertiría en ingeniero de caminos. Espero que os guste.

EL RATÓN URBANO Y EL CAMPESINO


Era una tarde fría de las postrimerías de Febrero; el sol escondía sus últimos rayos en el horizonte, matizándolo de una mancha rojiza de fuego.

En una extensa llanura, junto a una huerta, había un extenso prado donde pacía un rebaño de blancos corderos.

No se oía el menor ruido; tan sólo de cuando en cuando los gritos del zagal llamando a alguna oveja desmandada.

De pronto, en un momento de sepulcral silencio, oyóse el leve rozar de un diminuto cuerpo contra el verde césped de la pradera.

Era un ratón que, con las orejas gachas y el cuerpo encogido, volaba más bien que corría, salvando con facilidad cuantos obstáculos se oponían a su desatentada carrera

Llegó al fin a un agujero muy obscuro y colóse por él como una flecha.

Dentro del negro recinto recibieron al ratón cinco o seis de sus congéneres. No bien hubo entrado, viéndole en el estado en que venía, todos se apresuraron a rodearle atontándole con sus preguntas; por su parte el ratón sólo contestaba dejando escapar estas palabras con voz temblorosa y desfallecida:

¡Qué horror! ¡Qué sorpresa!

¡Qué ha sido! ¿Qué te ha pasado? -preguntábanle los demás a porfía.

¿No os acordáis de Perdigón el cortesano?

-respondieron los otros.

Pues bien – continuó el ratón-, el otro día me lo encontré por el camino que va á la carretera, y después de saludarme, dijo: «Oye, Cascabel, ¿cómo puedes tú vivir en esa cueva tan obscura y sucia y alimentarte de esas berzas mal olientes y de ese pan tan moreno que parece amasado con carbón? En verdad, si yo me viera en la triste necesidad de pasar sólo dos días en ese ambiente, tengo por seguro que fenecería. En cambio, si vinieras tú a mi casa verías aquellas carnes tan ricamente guisadas, aquellos quesos que parecen bajados del cielo, aquellos salchichones dos o tres veces más corpulentos que nosotros, aquellos dulces y pastas que no cataste en tu vida, en fin, un sinnúmero de cosas, capaces de resucitar a un muerto con el olor que despiden.»

A la verdad, tal descripción me hizo del trato de aquella casa, que sucumbí a la tentación y marchamos juntos hacia aquel país encantado.

Después de andar dos o tres horas por caminos que yo nunca había recorrido, llegamos a una carretera bordeada por enormes edificios, tan altos que se confundían con el cielo; yo caminaba de sorpresa en sorpresa; Perdigón se reía de mi ignorancia.

Así llegamos a una casa toda de mármol y me introdujo por una puerta excusada; luego atravesamos algunos corredores y, por fin, nos metimos en un gran armario de caoba. Cuando estuvimos dentro, como yo tuviera reparo, Perdigón me hizo una seña, diciéndome: «No estés encogido, pobre campesino, que estás en tu casa», y para darme ejemplo arremetió valientemente con un salchichón que colgaba de una escarpia; yo, dejando a un lado mi cortedad, la emprendí con un queso que tenía a mi alcance.

¡Oh! ¡Qué placer, qué sabrosos manjares! ¡Y no tener yo noticia alguna de que existía en la tierra semejante Jauja! No; el hallazgo no iba a ser inútil, y me prometía sacar la tripa de mis anteriores y nada voluntarias cuaresmas.

En lo meior de nuestro festín estabamos, cuando un ligero ruido vino a turbar nuestra tranquilidad. «No es nada», me dijo Perdigón sin levantar cabeza, y yo, serenamente, proseguí mi tarea. Nuevamente vino a sobresaltarnos otro ruido parecido al anterior, pero más fuerte y producido junto a nosotros.

Mi amigo, conocedor del peligro, se coló rápidamente por un agujero que no pude descubrir, dejándome solo; yo, sin saber a quién encomendarme, permanecí inmóvil como una estatua.

Después de breves segundos de mortal ansiedad, vi entreabrirse la puerta del armario y aparecer la figura de varios de nuestros más mortales enemigos con los ojos encendidos como carbones, la zarpa pronta a clavarse y los dientes dispuestos a matarme y engullirme. En un arranque de desesperación me lancé por entre las patas de uno de los felinos y emprendí veloz carrera; pero no conociendo la casa, vagaba por los corredores sin saber dónde me encontraba.

Por fin, casi rendido, pude dar con la puerta, y haciendo un supremo esfuerzo tomé unos cuantos metros de delantera a mis perseguidores y, sin saber cómo, me encuentro entre vosotros.

Por eso -epilogo sentenciosamente el escarmentado ratón-; sabedlo de una vez para siempre, que más valen nuestras legumbres y pan duro, comidos con tranquilidad, que las regaladas viandas del poderoso entre peligros y sobresaltos.

José Luis Tovar.
(6.° año.)