Esta semana os aseguro que vais a disfrutar leyendo este precioso artículo de Jaime de Foxá y Torroba (1913-1976), antiguo alumno de la promoción de 1929, Ingeniero de Montes, Conde de Rocamartí, presidente que fue de la Federación Española de Caza, Teniente de Alcalde del Ayuntamiento de Madrid, Gobernador Civil de Toledo, etc., además de hermano del conocido diplomático y escritor Agustín de Foxá.
Este texto se publicó en el boletín de Antiguos Alumnos de Noviembre de 1949 y como podréis comprobar, destila el mismo aroma de melancolía que los de su hermano. Espero que lo disfrutéis.

Los pupitres del colegio
Los pupitres, con su madera acaramelada y su tapa negra, encerraban un trozo de la personalidad del propietario. Podía haberse inventado hasta una «pupitrología» para deducir, del aspecto de cada mesa, el carácter y el modo de ser de los alumnos.
Los había, casi isabelinos, recargados de estampitas clavadas con chinches; y también herrerianos, presididos en su seriedad por el severo montón de libros forrados de azul fuerte y con todo orden colocados. Existía asimismo el pupitre bohemio, disparatado, donde se mezclaban las canicas del gua con trozos de Gillette, lápices de colores y gomas de borrar. Por haber de todo, hasta existía allá en el confin de la clase -junto a los percheros- el pupitre hospiciano -sin dueño- que, al abrirse, olía a cáscaras de naranja y sólo guardaba entre trozos de papel de plata del chocolate de las meriendas algún mendrugo de pan envejecido y montones de papeluchos pintarrajeados.
Porque por fuera todos eran iguales, con sus agujeros para los tinteros de porcelana y su fino canal para dejar las plumas, pero bastaba abrirlos para comprender que eran entre sí tan diferentes como los chicos que se sentaban en sus tablas y pataleaban sobre las rejillas, dejando entre las maderas el barro seco de los recreos.

El pupitre era también una minúscula prolongación del hogar; de aquel hogar abandonado a la hora gris en que los traperos se enseñoreaban de las calles y uno se despedía de los padres oliendo a cuero de cartera y embozado en la lana picante de una gruesa bufanda. Era el lazo que unía al Colegio con el cuarto de juguetes a donde se llegaba al anochecer con yodo en las rodillas y la preocupación de haber apuntado mal las lecciones para el día siguiente. Era una salpicadura de la propia casa, a veces con recuerdos del último veraneo y esos pequeños tesoros -un bramante, una navaja, un afilalápices- que a menudo se cambiaban por bolas de cristal o recordatorios de primera comunión en los complicados trapicheos de los patios.
El pupitre servía a menudo de asilo y de cómplice. De asilo protector, cuando se hacía preciso ocultar la invencible necesidad de caerse de risa por cualquier incidencia pintoresca y la tapa levantada escondía la carcajada poniendo una barrera entre la hilaridad y el ceño del profesor. De cómplice, cuando en los certámenes escritos se dejaba abierto libro en su interior, para luego dirigir furtivas miradas por una disimulada rendija provocada al levantar levemente la tapa.
En todo caso, confidente u hospitalario, el pupitre era siempre el amigo de todas las horas, guardián del bocadillo de tortilla envuelto en papel de seda y destinado al recreo de media mañana, depósito de las chucherías incalculables, cobijo de las travesuras, consuelo de vergüenzas en la trágica lectura semanal de las notas en que la prevista -y siempre inesperada- entrada de Don Antonio ponía en pie a la clase y daba al silencio dimensiones desconocidas.
¡Ah, lejanos pupitres de la infancia, de la tapa negra y la madera acaramelada, con sus cicatrices de navaja, sus manchas de tinta y su resignada mansedumbre! Trozos de niñez y jirones de las primeras luchas fueron quedando entre vuestras tablas de barco anclado, enredados en las finas astillas que hacía un gillette hostil o guardados en la semioscuridad amable de vuestra panza insaciable.
¡Cuánto os hemos echado de menos años más tarde!… En los escaños universitarios, en las mesas de las escuelas, en los bancos de las academias, en todos los lugares donde no existía respeto «a nuestros sitios», y el sentarse en uno u otro lado quita la personalidad e intimidad al puesto de cada uno.
Erais nuestro pequeño orgullo y nuestro breve espejo. En vosotros se retrataban virtudes y defectos como en los borrosos clisés de aquellas nuestras primeras fotografías hechas con máquinas de cajón en el Retiro.

Pero sois inolvidables porque reflejabais y acogíais no la condición nuestra de mayores sino la de entonces, la de aquellos juguetones fantasmas de nosotros mismos -botas de fútbol, medias caídas, un menchón en la frente- que aún nos parece ver en los patios o en el solar correr tras la pelota. Erais los amigos de nuestra niñez, y los compañeros de la infancia no se olvidan. Un mundo de notas coloradas, Reyes Magos, canicas, dulces, medallas de congregantes y vidrieras de colores sobre blancos pasillos nos liga a vosotros pupitres del colegio, como una mínima telaraña de Walt Disney.
Jaime de Foxá Torroba
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