En esta ocasión nos ponemos un poco nostálgicos recordando un artículo publicado en el Boletín de la Asociación de Antiguos Alumnos correspondiente al mes de Junio de 1950. Su autor, Antonio Baztán Pérez (1906-1979), antiguo alumno de la promoción de 1922 e Ingeniero de Caminos, fue uno de los mejores alumnos que han pasado por las aulas del colegio. Ya hemos publicado anteriormente otro artículo suyo Un negocio fracasado y sus apariciones en los primeros puestos de la clase eran habituales.

Antonio recuerda en su narración un episodio que se le quedó grabado de sus años escolares. Su protagonista, Don Jenaro Linaza Bengoechea (1890-1973), fue un profesor y marianista que dejó una profunda huella en el colegio y entre sus alumnos.

Espero que disfrutéis del artículo y que paséis una muy Feliz y Santa Navidad.

Vieja Melodía


Era, como en los versos de Machado,
una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
[1]

Allí, al lado de la puerta, habíamos dejado -todos sin excepción- bien alineados, los chanclos [2] de reluciente goma negra. Hace ya muchos años de esto. Estábamos entonces en la clase de párvulos del antiguo colegio de la calle de Goya. Con nuestros cinco años a cuestas habíamos vivido hasta entonces en un mundo pequeño -el que correspondía a nuestra casa y a sus alrededores- y el resto, del universo se nos presentaba como una cosa un poco confusa, llena de misterios y enigmas para los que no teníamos otro recurso que inventar explicaciones más o menos simplistas.

Lámina histórico-cultural de Ad. Lehmann (1907).
Lámina histórico-cultural de Ad. Lehmann (1907).

Y he aquí que en la iniciación de nuestra vida escolar íbamos descubriendo otros mundos: el de Egipto con sus plagas, el de Israel y el de los primeros pobladores de España.

Ya habíamos empezado a vislumbrar que las manzanas iban a representar un papel importante en la historia; una de ellas fue la causa del pecado original; otra iba a inspirar a Newton la ley de la gravedad. Y desde entonces íbamos a tener un temor instintivo a comer esta fruta ya que al hacerlo nos convertíamos en una especie de devoradores de símbolos.

Pero hay otro mundo -frío y deshumanizado- en el que también íbamos penetrando. El mundo de la lógica matemática, exacta, precisa, inmutable; la única que no admite tergiversaciones dialécticas.

Clase.
Clase.

Y precisamente, en el momento a que me estoy refiriendo, D. Jenaro hacía toda clase de esfuerzos para enseñarnos la tabla de sumar. Tarea inútil. Todos estábamos somnolientos arrullados por el golpear de la lluvia en las vidrieras de los balcones, y envueltos por el ambiente tibio que nos procuraba la estufa situada en un rincón de la clase.

Algunos, distraídos, miraban las escenas representadas en los «Tableaux Delmas» para aprender francés, que adornaban las paredes. El que más nos llamaba la atención era aquel en el que se representaban todos los fenómenos atmosféricos en una coincidencia escalofriante. Tormenta, nevada, aguacero y granizo simultáneamente. Y en un lado del cuadro, la vista del interior confortable de una habitación con su chimenea en la que ardía un buen fuego. Menos mal que aquel contraste violento quedaba un poco atenuado por los números que hacían corresponder cada una de las cosas representadas en el cuadro, con el vocabulario del texto. Las nubes eran el 23, los copos de nieve el 12, las llamas retorcidas de la chimenea el 18. Y esto nos iba a iniciar también en esa manía clasificadora (manía de dar a cada cosa un número como en las cárceles) que le ha entrado a la humanidad desde los pedantes tiempos enciclopedistas.

Tableaux Delmas para la enseñanza del francés.
Tableaux Delmas para la enseñanza del francés.

D. Jenaro ha comprendido que era imposible encadenar nuestra atención y, rápidamente, ha cogido una tiza de color encarnado y ha comenzado a escribir en el encerado -con esa clara letra marianista- una canción marinera:

Il était un tout petit navire
qui n’avait pas jamais navigué

Después se ha dirigido a su pupitre y ha sacado el estuche negro de su violín. A continuación ha extraído el arco y, con lentitud le ha pasado un trozo de resina. Finalmente, después de afinado el instrumento, ha comenzado a tocar la melodía.

Ya nadie está somnoliento. Con los ojos brillantes de interés hemos seguido el ondular sentimental de la canción.

D. Jenaro la ha entonado una vez y luego lo hemos hecho todos juntos. D. Jenaro ha interrumpido la melodía:

-¡No, no, así no, todos al mismo tiempo!

¡Qué difícil es dirigir un coro infantil en el que cada niño intenta adelantar a sus compañeros para demostrar que conoce mejor la canción!

Pero al fin se ha conseguido la unanimidad. La lluvia parece golpear los cristales siguiendo el ritmo triste de la canción que al final se hace aún más lento. Y las voces y los sonidos del violín van apagándose suavemente…

Uno de los violines que se custodian (o custodiaban) en el colegio.
Uno de los antiguos violines que se custodian (o custodiaban) en el colegio.

Quedan flotando en el aire las últimas notas de la vieja melodía que todavía -ahora- resuena lejana en nuestros oídos. Y nos queremos asir a ella desesperadamente en un intento de achicar nuestro espíritu hasta dejarlo reducido al tamaño ingenuo e infantil de entonces. ¡Necesitamos tanto volver a un mundo en que todo sea misterioso y enigmático, en el que no se conozcan las causas de casi todo lo que existe…!

Pero es inútil. Terminada la canción, D. Jenaro ha comenzado a guardar cuidadosamente su violín. Ha cerrado -con un ruidito seco- el estuche largo y negro. Y en él quedaron guardadas también nuestras almas infantiles.

Antonio Baztán.

Notas del Editor:

  1. Primeros versos del poema «Recuerdo infantil» de Antonio Machado.
  2. Chanclo: Zapato grande de goma u otra materia elástica, en que entra el pie calzado.