Hoy publico la reseña que la primera revista escolar que editó El Pilar, dedicaba a la formación y la producción literaria. Llama la atención que ya hace más de cien años los profesores clamaran por una reforma del sistema que hiciera más estimulante la educación de los alumnos.

Aprovecho la ocasión para felicitaros la Pascua de Resurrección y os deseo que disfrutéis la lectura.

Formación literaria.


Un eminente crítico francés ha apellidado al bachiller engendrado por la segunda enseñanza francesa un prodige de néant, algo así como un prodigio de vaciedad. Mucho antes que Jules Lemaître [1], el pueblo español, después de medir toda la profundidad científica del bachiller nacional, había caído en la cuenta de que no tenía nada que envidiar a su colega de Francia, y con metáfora poco respetuosa pero expresiva, había dado en llamarle borriquito en todas partes.

No pretendemos hacer coro ni al crítico francés ni al malicioso pueblo español; no queremos denigrar a nuestro bachiller, el cual, sobre su colega francés, lleva la ventaja de no ser pedante. Si nos metiéramos a indagar las causas que producen tales engendros de sabiduría académica, absolveríamos bondadosamente a los bachilleres, admirándonos de que a menudo sean mejores de lo que permite esperar el patrón a que deben ajustarse. Pero dejamos esas disquisiciones pedagógico-sociales a personas más competentes, las cuales hace ya tiempo han sacado a relucir los trapos sucios de nuestra enseñanza en libros que corren por todas las manos.

Nosotros que no disponemos de la gaceta oficial, ni gozamos de ninguna autoridad para dar consejos, aguardamos que Dios, juzgando que hemos purgado sobradamente nuestros pecados, nos mande, en la forma más oportuna, alguna reforma, que consista en otra cosa que aumentar las asignaturas o alterar el orden en que han de cursarse o decretar que sean alternas o diarias; alguna reforma que traiga aires de humanidad, que esté redactada con los ojos puestos en los interesados, que son los niños, que sea un estímulo de las facultades y no una balumba de cosas que las agobien.

Entretanto, en vez de perder el tiempo en lamentaciones estériles, hemos procurado remediar en algo lo que está a nuestro alcance.

Un bachiller, con la cabeza atiborrada de fórmulas químicas, con las células cerebrales henchidas de guarismos y teoremas, que ha escudriñado los profundos arcanos de la filosofía y saboreado la miel ática de poetas nacionales y extranjeros, llega en punto a manejo de la pluma a una incapacidad asombrosa. Redactar una sencilla carta es un trabajo titánico que supera sus fuerzas, y después de morder desesperadamente el mango de la pluma, de rascarse furiosamente la cabeza y de mirar al techo con aire suplicante hacia la ansiada inspiración, resulta un producto literario en que no se sabe qué admirar más, si la falta absoluta de ortografía, la vaciedad de los conceptos, lo enrevesado del régimen o la impropiedad de las palabras.

Y cuenta que el español, según dicen, es naturalmente orador; pero cuando se trata de desviar hacia los puntos de la pluma el raudal de palabras y cosas que tienen tan fácil y expedita salida por la lengua toda su verbosidad se trueca de pronto en sequedad desesperante. Todo es debido a la falta de ejercicio a ese horror instintivo que siente todo español a la pluma. Con un poco de práctica, en la que consiste, como decía Edgard Poe, la verdadera inspiración se revelaría entre los alumnos del bachillerato una verdadera legión de escritores correctos y con sus ribetes de buena y legítima literatura.

Tal ha sido la aspiración del Colegio, el cual ha procurado darle cuerpo, asignando en sexto año determinadas clases cada semana a la composición literaria. Lo que pretende no es formar jóvenes precoces que emulen desde los bancos del Colegio a las eminencias de la república de las letras, sino procurar a todos las ventajas del manejo de la pluma. La primera es el hábito de la reflexión, esa cosa tan sencilla que consiste en pensar lo que se va a decir, en desentrañar las partes de un asunto, en distribuirlas ordenadamente; luego en buscar su expresión clara, sencilla, apropiada. Semejante ejercicio es una fuente de ideas personales, favorece la originalidad y la ponderación del juicio, permite abarcar los puntos de vista complejos de cada cuestión y suministra una verdadera riqueza de palabras y expresiones.


¿Cuál ha sido el resultado de este primer ensayo? Excelente si se tiene en cuenta el poco tiempo disponible y la escasa preparación de los alumnos.

Los asuntos tratados han sido muy variados, desde la sencilla carta al amigo hasta la descripción de situaciones psicológicas difíciles de analizar y más aún de fijar por medio de la palabra. Como elemento de juicio vamos a transcribir algunos pasajes de las mejores composiciones.

He aquí uno que ha sabido comunicar a su pluma todo el arrebato, toda la pasión, toda la sed de oro y de venganza que parece respirar el cuadro de Checa sobre la entrada de los bárbaros en el imperio:

“Entrada de los hunos en Roma” de Ulpiano Checa, 1887.
“Entrada de los hunos en Roma” de Ulpiano Checa, 1887.

«Entran por la vía Apia, a todo el correr de sus pesados caballos van medio desnudos, apenas si sus musculosos miembros van abrigados por algún grosero tejido; lo único que se destaca con siniestro brillo son sus recias armaduras. Consumados jinetes parecen soldados a sus caballos, van en pelotones, agrupados sin orden ni concierto, y de vez en cuando entre la confusa masa de lanzas, espadas y tridentes, se destaca un asta sosteniendo una insignia desconocida; no se admiran ante los palacios, no se detienen ante los elegantes arcos, no les asombra el severo mausoleo, ni se extasia su espíritu ante el sello de suprema elegancia que domina el conjunto. Sólo buscan el botín, el pillaje es lo único que los impulsa en su desesperada carrera, y ni siquiera se detienen ante el pórtico del templo, en el que varios sacerdotes contemplan, haciendo gestos de horror, la fantástica y horripilante aparición.»

Algún crítico cejijunto tendrá que señalar lunares en el trozo que precede, pero el alumno da pruebas de espíritu observador, de frase enérgica y elegante.

Otro, narrando un asunto no menos trágico, la hazaña heroica de Guzmán el Bueno, nos pinta así la actitud del padre después de consumado el heroico sacrificio:

«Momentos después la cabeza de su hijo rodaba por el suelo cercenada de un tajo; sus enemigos habían cumplido su amenaza.

Entonces fue cuando se revelaron en su alma los sentimientos paternales; transido de dolor e incapaz de contener las lágrimas, se cubrió el rostro con las manos y prorrumpió en un llanto hondo, amarguísimo, el llanto que produce en el corazón de un padre la pérdida de su hijo único.»

He aquí sobre el mismo asunto un trozo de psicología, si no profunda, por lo menos sincera y sentida:

«Ruda era la lucha en el alma de Pérez de Guzmán si no entregaba la plaza; su hijo, su único hijo perecería. Y, si por el contrario, la entregaba, un baldón eterno mancharía su nombre, y él, que como todos los nobles de su época, hacía de la fidelidad un culto, se vería escarnecido hasta por el último siervo de sus estados. Pero su hijo que era la alegría de su vida, su hijo que era el que el día de mañana ostentaría el nombre hasta entonces inmaculado de la familia, no podía morir… Y de nuevo el cruel dilema se presentaba a su vista. Así pasó largas horas, ensimismado en estas amargas reflexiones.»

Un joven literato describe en la forma siguiente el descontento que cundía entre los soldados de Hernán Cortés, descontento que la menor circunstancia hubiera trocado en abierta insubordinación:

«Por todas partes se veían corrillos; en todos ellos se hablaba en voz baja y probablemente en todos se hablaba de lo mismo. De no ser por el empuje y el valor de su jefe ya habría estallado alguna sublevación.

Hernán Cortés hunde sus naves.
Hernán Cortés hunde sus naves.

Pero ninguno de ellos se atrevía a hablar cara a cara con su capitán, porque en aquellos hombres rudos y sin cultura, ennegrecidos por el humo de sus cañones y acostumbrados a desafiar serenamente, desde sus frágiles barcos, las más deshechas tempestades, todavía quedaba ese respeto que todo marino tiene a sus oficiales.»

Como última cita damos un pequeño retazo de la descripción de una batalla:

«Momentos después un viejo sargento que iba a mi lado cayó, atravesado el pecho de un balazo. Luego ya no sé ordenadamente lo que pasó. El coronel se vuelve, nos arenga, las balas empiezan a producir claros en nuestras filas; en seguida un remolino en que se agitan moros y españoles, un confuso vocerío, tiros a quemarropa, sables que silban en el aire, semejando plateadas sierpes, para abatirse después sobre una cabeza y hendirla. En aquel momento sucedió en mi a la desazón que me embargó anteriormente una tranquilidad, que aún ahora me pasma, pues no parecía sino que me hallaba viendo representar alguna movida pantomima.»

Mucho sentimos no poder ofrecer a nuestros lectores alguna de esas piezas poéticas que brotan vibrantes y caldeadas de las almas juveniles. Para un primer ensayo nos hemos atenido a la prosa, que es, al fin y al cabo, el instrumento viril como lo llamó el poeta latino.

No podemos menos, al terminar, de excitar calurosamente a los alumnos del sexto año particularmente, a dedicarse a la lectura reflexiva y al manejo de la pluma, si no para aumentar con páginas maestras el caudal de nuestra literatura, lo que no es dado a todos, al menos para adquirir una frase limpia, sencilla, propia.

Notas del Editor:

  1. Jules Lemaître (1853 – 1914): Escritor y crítico francés.