Hoy os traigo un relato escrito por el que sería después gran arquitecto Ignacio de Cárdenas.

Como saben los seguidores de la página, los mejores trabajos de redacción del curso, como éste que hoy  comparto con vosotros, eran incluidos en la revista Recuerdos del año correspondiente. En esta narración se nos muestra la importancia del arrepentimiento sincero para el perdón de los pecados. Espero que la disfrutéis.

TRAS EL PECADO LA PENITENCIA


La silueta del castillo señorial destacábase entre las purpúreas nubes que se alzaban gigantescas en el horizonte.

El barón del Encinar, dueño absoluto de los contornos, tiránico, soberbio y avaro por añadidura, no era para sus vasallos el tierno padre, el buen pastor que juró ser cuando recibió el espaldarazo.

Su castillo, prodigio del arte de la guerra, con su altiva torre del homenaje, sus murallas, fosos y torreones, parecía desafiar con su arrogancia a los señores de los contornos.

Varios combates habíanse librado dentro y fuera del recinto amurallado, saliendo el barón triunfante por el imperio que tenía sobre sus hombres de armas.


Era una apacible mañana del estío; las campanas de los castillos lanzaban al aire sus alegres tañidos; la del barón permanecía muda.

Frente por frente a la fortaleza alzábase una humilde cabaña, a la cual acudían magnates y plebeyos en alegre romería. Por no ser menos que los demás, el del Encinar ciñó su espada, calóse el yelmo, cubrió su pecho vil con férrea coraza y colgó al cinturón el mejor machete de sus antepasados.

Llegó a la ermita entre el asombro de la concurrencia que adivinaba los ruínes propósitos del barón. Salió el ermitaño y en sus labios dibujóse una sonrisa.

¿Qué significaba? ¿Creería en el retorno de la oveja extraviada, o presumía los innobles fines del barón? Alargó su mano y trazó la santa cruz sobre el pueblo y pronunció en voz clara y tranquila el nombre del barón para que entrase en su morada.

Entró el señor altivo y orgulloso y arrodillóse en las frías losas de la cabaña, presto a comenzar su sacrílega confesión en la que pretendía engañar al ermitaño y a Dios.

Mas el solitario comprendió en seguida la partida que le jugaba el barón; sacó de un mísero cajón un barrilillo que empleaba en traer agua del arroyo cercano, y entregándoselo al señor, le dijo:

–Barón; si quieres que tus pecados te sean perdonados, corre al arroyo y retorna con el barrilillo lleno. Entonces serás absuelto.

El orgullo del señor no se conformaba con el humilde trabajo que se le imponía, mas salió precipitadamente de la choza en busca del arroyo, que brincaba alegre sobre musgosas rocas y finos juncos, reflejando en sus límpidas aguas destellos plateados del astro rey.

Sumerge el barrilillo repetidas veces en el arroyuelo, pero ¡cuál no sería su desesperación al observar que las aguas huían del barril sin penetrar en él!

Terrible juramento se escapó de sus labios, el eco de los montes lo contesta y el arroyo seguía murmurando… murmurando.

–¡Por Satanás juro que no me cambiaré este traje ni levantarán el puente levadizo los escuderos antes que consiga llenar este maldito barril!

Y presa de salvaje agitación su alma, lánzase a lo desconocido para vivir como un pordiosero; como un vagabundo implora la caridad y le rechazan; sumerge el barrilillo y las aguas huyen sin inspirar compasión ni a los pueblos ni a los ríos.


En la poética hora en que el Sol se sumerge tras las lejanas colinas cubriendo de brillantes colores el plácido paisaje y produciendo fantásticos reflejos en vetustos troncos del próximo encinar, un humilde mendigo recorre el bosque apoyando su cuerpo en un viejo bastón.

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De improviso, entre las redes de ramas que unen los fuertes troncos cubriendo la vista del Cielo y haciendo misterioso el lugar, el barón (que no era otro que el mendigo citado) divisó unas ruínas de castillo y ¡cuál no sería su despecho y rabia cuando vino a su memoria su anterior fortaleza y comprendió que las ruínas que divisaba no eran otras que los restos de su pasado poderío!

Mudo de espanto permaneció clavado en el verde césped cuando entre las ramas y malezas salió un anciano penitente. A su vista tembló el caballero: el recuerdo de sus crímenes, el castigo del señor en su castillo, le hacen arrepentirse, y una lágrima ardiente brota de sus ojos, cae en el barril llenándole, mientras una santa mano traza sobre su cabeza la santa cruz.

IGNACIO DE CÁRDENAS [1].

Notas del Editor:

  1. Ignacio de Cárdenas Pastor (Madrid 1898-El Espinar 1979): Promoción de 1914. Arquitecto responsable de los planos de la sede de la Telefónica en la Gran Vía madrileña. (Ver Wikipedia).