Hoy os vuelvo a mostrar una composición correspondiente a un alumno de último curso de la promoción de 1915. En este caso, el autor es Ramón Pastor y Mendivil siendo seleccionada esta redacción para aparecer en la revista Recuerdos del curso 1914-1915.
Ramón destacó en sus años de colegio como un excelente estudiante, un devoto católico, secretario de la Congregación, y un prometedor escritor, como vimos en Excursión de los congregantes a Aranjuez. Después de dejar el colegio fue Secretario de la primera Junta Directiva de la Asociación de Antiguos Alumnos. En 1932 contrajo matrimonio con María de la Lastra y Mesía en la capilla del colegio, siendo uno de sus testigos de boda Juan Ignacio Luca de Tena, director de ABC y también pilarista.
Agustín de Foxá en El Colegio en la Nostalgia nos habla de una bonita anécdota protagonizada por Ramón Pastor. Su padre había fallecido mientras él estudiaba en el colegio y como consecuencia de esta muerte, su madre se había quedado en una situación económica muy delicada. La dirección del colegio, conocedora de esta circunstancia, enviaba todos los meses a la familia Pastor el sobre de la liquidación. Pero este sobre estuvo vacío hasta que Ramón y su hermano Manuel dejaron la escuela.
Al cabo de los años, Ramón Pastor se convirtió en director de ABC hasta 1952. Falleció en 1969.

Ahora os dejo con esta narración sobre la conocida victoria del Cid después de muerto. Espero que os guste.
LA ÚLTIMA VICTORIA DEL CID
Y el rey Búcar no podía conciliar el sueño, consumido por la fiebre y el insomnio.
La imagen terrorífica del Cid se le presentaba a cada instante con toda su magnífica grandeza y su continente altivo, dibujándose con sus más mínimos detalles en la blanca lona de la tienda de campaña.
El rey moro se estremecía con violentas sacudidas en su cómodo lecho, mientras un sudor frío corría por su frente y una angustia mortal invadía su pecho, blindado contra el miedo que, sin embargo, se había introducido en su decaído espíritu.
La causa de este miedo que le incapacitaba para obrar y que ejercía en todo su ser una extraña presión, era que habiendo preparado un formidable ataque contra la plaza de Valencia, y esperando para dar la batalla algunos datos que habían de proporcionarle del interior de la ciudad, temía, al ver el silencio de sus espías, que sus planes hubieran sido descubiertos y castigados por la justiciera mano del invicto Cid Campeador.
Por otra parte, la inusitada inacción del caudillo cristiano le traía preocupado, temiendo alguna decisiva acción que dejara maltrechas a las huestes sitiadoras de la hermosa ciudad por él tan brillantemente conquistada.
Mientras tanto, un desorden espantoso reinaba en el campamento. Los centinelas y escuchas que se movían de un lado para otro, con pasos de felino y un indecible terror reflejado en los bronceados rostros, iban llamando poco a poco a todos los soldados que, reunidos en grupos, miraban amedrentados el fantástico desfile que sus ojos divisaban.
Una doble culebra fosforescente salía silenciosa por las puertas de la ciudad, en tanto que un monótono canto funerario dejaba oír sus plañideras notas en la callada inmensidad de la noche.
Un desasosiego grandísimo recorría las huestes berberiscas, y un supersticioso temor se apoderó de todos hasta que al fin, alzándose la cortina que cerraba la tienda de su rey, apareció la gigante figura de éste que, atraído por los murmullos de sus huestes, salió a ver lo que sucedía.
Espantóse el monarca al principio; pero algo más instruido que sus huestes no se aturdió del todo, y adivinando la huida de los sitiados que se valían de aquella estratagema para que los asustadizos moros no les atacaran, mandó avanzar a los suyos que, sin atreverse a mirar de frente lo que tomaban por infernal sortilegio, se fueron acercando a las iluminadas puertas de la plaza.
Una vez cerca de ellas y viendo que las causas de su espanto era un larga fila de cristianos que con antorchas en las manos salían de la población, se lanzaron al asalto dando salvajes aullidos.

No habían avanzado mucho cuando se vieron atacados por dos ejércitos castellanos al mando de los lugartenientes del Cid.
Los moros, animados por la ausencia de éste, luchaban con denuedo e iban poniendo a los cristianos en grandísimo a prieto, cuando un aullido desgarrador se escapó de sus gargantas y emprendieron una frenética carrera, hasta caer bajo el cortante filo de las espadas del ejército con que Álvar les impedía la retirada.
La figura imponente del Cid acababa de aparecer en el marco de la enorme puerta, montado sobre Babieca, su caballo favorito, y esta aparición era la causa de la precipitada huida y terrible matanza de los despavoridos moros.
Diezmados éstos, los guerreros cristianos apeáronse de sus caballos e hincando una rodilla en tierra, honraron así el cadáver del Cid, el cual, al ser conducido por su viuda Jimena para darle cristiana sepultura lejos de la ciudad donde acababa de fallecer, había obtenido sobre sus eternos enemigos el último triunfo de su aventurera existencia.
RAMÓN PASTOR Y MENDIVIL.
(6.° año.)
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